JUEVES SANTO (Ex 12, 1-8.11-14; Sal 115, 12-18; 1Cor, 23-26; Jn 13, 1-15)

En la intimidad de la noche Nicodemo escucha de Jesús la afirmación de que hay que nacer de nuevo. Pero, ¿acaso es posible volver al seno de la madre?, se pregunta. También nosotros, de una manera u otra, deseamos nacer de nuevo, porque arrastramos heridas de nacimiento que no nos dejan en paz. No del nacimiento físico, sino del nacimiento a lo que somos, el nacimiento vivido en opciones y relaciones, en situaciones y contextos que han hecho que seamos lo que somos, nosotros mismos. Es verdad, con todos nuestros valores y posibilidades, pero también con tantos traumas, obsesiones, miedos, heridas en el cuerpo o en el alma, que retienen nuestra verdad última. 
Y Jesús en esta otra tarde de intimidad con nosotros nos dice que es posible, nos invita a nacer de nuevo en el seno de su misma vida. Venid, entrad en mi mesa, recogeos en mí, en quien fuisteis engendrados antes de los tiempos, en el mismo amor del Padre por mí que ahora quiero compartir con vosotros. Estáis hechos solo de amor, aunque este haya nacido en vuestras vidas entre dolores y pecados.
Jesús nos invita a alimentarnos de su vida dada, de su amor continuo, de su eternidad compartida. Tomad, comed. Tomad bebed.
Y no importa si el parto de este nuevo nacimiento le va a resultar gravoso. No le importa, porque, aunque una madre pueda olvidarse de la criatura de sus entrañas, él no lo hará, porque es él el seno materno último donde fuimos creados y donde podemos ser reengendrados para la vida plena.
Por eso, incluso si tenemos reticencias, incluso si nos sentimos indignos y queremos esconderlo como Pedro, aceptemos su invitación a nacer de nuevo en el mismo seno de su amor.  


Icono de Greta Maria Leśko, Última cena



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