DOMINGO XXIX DEL TIEMPO ORDINARIO (Is 53, 10-11; Sal 32, 4-5.18-19.20.22; Heb 4, 14-16; Mc 10, 35-45)
Uno de los problemas mayores de nuestra oración o de nuestra vida de
fe, por la que, en demasiadas ocasiones se interrumpe nuestra relación con
Dios, es que la sometemos a lo que creemos que debiera ser una relación
adecuada. Lo hacemos utilizando oraciones profundas y bonitas que suenan bien y
dicen lo que tienen que decir, o celebrando ritos que, siendo verdaderos, son
demasiado verdaderos, es decir, funcionan como si ya estuviéramos en el reino
de los cielos.
La verdadera oración, es decir, esa apertura a la presencia de Dios
que posibilita que Él mismo se haga presente a nosotros, requiere que le
abramos nuestra vida verdadera, es decir, la vida propia, sea como sea, con sus
deseos convenientes e inconvenientes, con sus buenos sentimientos y con sus
rabias profundas, con sus posibilidades y sus lastres, con su gracia y su
pecado. Solo entonces Dios puede hablarnos de verdad, porque si no lo hacemos, aunque
Él quiera, nos estamos de verdad delante de él.
Y esto es una de las cosas importantes que hoy puede enseñarnos el
evangelio con la pregunta inconveniente de unos y el silencio de los que deseando
lo mismo guardaban las formas: que Jesús no nos ha elegido porque ya estemos
hechos como él quiere, sino porque necesitamos recorrer un camino con él para
llegar a lo más verdadero de nosotros mismos.
Así pues, atrevámonos a ser nosotros mismos ante Jesús, eso sí,
reconociéndolo como el único que tiene poder para salvarnos incluso de nosotros
mismos.
Pintura de Randy Friemel, Poder de Dios.
Comentarios
Publicar un comentario