FIESTA DE LA SAGRADA FAMILIA. DOMINGO DESPUÉS DE LA NAVIDAD. Ciclo C (Eclo 3, 2-6.12-14; Sal 127, 1-5; Col 3, 12-21; Lc 2, 41-52)

Como hace Jesús en el evangelio hoy, todos hemos de estar “en las cosas de Dios, nuestro Padre”. Nada hay por encima de ellas. Esta es realmente nuestra vocación, como fue la suya. Una vocación que se explicita en cada uno de una manera distinta, pero que procede de los talentos que Dios nos ha dado y de las circunstancias en las que nos ha tocado vivir y que nos solicitan.

Ahora bien, para que esta vocación se desarrolle bien debe crecer en un campo propicio para el encuentro con la llamada del Señor. Este campo fecundo es la familia, cuya misión es la de dar un espacio de vida donde descubramos nuestro valor incondicional y, por tanto, que somos amados antes y más allá de cómo seamos; y, en segundo lugar, crear un espacio donde la igualdad y la diferencia aprendan a conciliarse para el bien común. Esta familia es la inmediata, pero también la cultural y la política. Es verdad que, desgraciadamente, no siempre cumple su misión, aunque ello no resta nada de su importancia en este sentido. 

En cualquier caso, la familia inmediata, como se ve en el evangelio, debe abrirse más allá de sí misma para reconocer, de la mano de Dios, una fraternidad común en los diferentes y una disponibilidad a participar comprometidamente en la vida del mundo. Sin este relanzamiento de la vida más allá de la familia, que se expresa en la llamada de Dios a cada uno, la familia se frustra y se cierra en un egoísmo étnico, político, de clase…

Por tanto, para crecer “en sabiduría, en estatura y en gracia ante Dios y ante los hombres” siguiendo el camino de Jesús, si bien hemos de estar sujetos a la familia y acogerla como un don de Dios, a la vez, hemos de romper su estrechez hacia la vida común del Reino de Dios.

 

Pintura de Margret Hofheinz-Döring, La sagrada familia.

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