DOMINGO VII DEL TIEMPO ORDINARIO. CICLO C (1Sam26, 2-23; Sal 102; 1Cor 15, 45-49; Lc 6, 27-38)

“A vosotros que escucháis os digo”. Así comienza el evangelio de hoy. Una expresión que subraya que Jesús solo habla, o mejor, que solo le pueden comprender los que escuchan. Porque muchos llegan a él solo para recibir un beneficio, sin el mayor propósito de escuchar nada. “Os digo que me buscáis porque comisteis pan hasta saciaros. Trabajad no por el alimento que perece”, dice en otra ocasión queriendo despertar a los que le siguen de un ensimismamiento quizá comprensible, pero paralizador. Y sigue: “Trabajad por el alimento que perdura para la vida eterna” (Jn 6, 26-27).

Y esto es lo que ofrece el evangelio de hoy, las normas de la nueva vida, de la vida que abre las puertas a la vida en un mundo de muerte, la sabiduría de la fe que resiste la oscuridad de un mundo que no deja la luz viva que contienen estas palabras y las aborta en la carne de la historia. Por eso, estas palabras necesitan la escucha atenta de la voz de Cristo, no del Cristo que vivió y las dejó como unas simples normas morales, sino del que atravesó la historia haciéndolas concretas y las resucitó para siempre en su propio cuerpo.  

Es en su cuerpo resucitado donde estas palabras dicen su verdad última, esa que no se ve bien cuando intentamos vivirlas porque su fruto queda escondido o enterrado por la lógica de los poderosos, de los violentos; o porque no alcanzan su profundidad en nuestra vida torpe, mediocre, pecadora que les tiene miedo y las deja siempre a medio hacer.

Sed misericordiosos, amad sin ingenuidades, compartid la vida y sus bienes, perdonad… así la eternidad de Dios que nos busca desde lo más profundo de nuestro corazón y se nos ofrece en Cristo se hará carne e irá resucitando la vida con la fuerza de su poder.

Señor, creo, pero aumenta mi fe y mi voluntad.


Pintura de J. Kirk Richards, Cristo

 

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