DOMINGO VIII DEL TIEMPO DE PASCUA. CICLO C FIESTA DE PENTECOSTES (Hch 2, 1-11; Sal 103; 1Cor 12, 3b-7.12-13; Jn 20, 19-23)

¿Quién puede reciclar su dolor?, ¿quién puede reciclar su culpa? Podemos enterrarlos, podemos hacer como si no existieran, podemos proyectarlos en los demás, pero al final, están ahí como un montón de escombros que escondemos con las puertas cerradas no solo para que no los vean los demás, sino para no mirarlos nosotros mismos, intentando vivir fuera de esa habitación.
Creo que podríamos empezar a leer el evangelio de hoy desde esta situación. ¿Qué hacer con el recuerdo del amigo muerto?, ¿qué hacer con los golpes con los que el mundo mata tantas veces lo mejor de nosotros mismos?, ¿qué hacer con la conciencia de no estar a la altura de lo que sentimos que es nuestro deber y nuestra vocación?, ¿qué hacer con la vergüenza que supone haber traicionado nuestros principios y promesas o la culpa que pesa en nuestra alma por no sostener la mirada al hermano cuando nos necesita?
Todo eso se reúne en el cuerpo resucitado de Cristo que se les presenta en esa habitación cerrada cuando muestra sus llagas, en esa habitación escondida que es el alma de cada uno y el alma de la comunidad humana.  Porque en esas llagas están sintetizadas todas las heridas del mundo, todas las culpas de la humanidad. No hace Jesús como si no pasara nada, las muestra, pero los discípulos ven en ellas una palabra de paz, una palabra de reconciliación, de perdón. Y esto es nuevo y renovador. Y se llenan de alegría, dice el evangelio, porque experimentan la buena noticia definitiva, el evangelio consumado, un aliento de vida nueva, un espíritu que manifiesta en esta vida y en esta muerte de Jesús un amor infinito que no se agota, que no se puede destruir, que no se cansa de buscarnos. “¿Quién nos separará del amor de Dios?”, dirá Pablo.
Y este aliento se convierte en una fuerza de reconciliación, en una nueva presencia en el mundo, se transforma en un espíritu que a través de nuestra vida busca reciclar la culpa y el miedo del mundo. “Recibid el Espíritu”, dice Jesús. Lo dice dándolo y lo dice pidiendo que no nos cerremos con miedo a él.
Y nosotros celebramos este pentecostés último donde “el mundo brilla de alegría y se renueva la faz de la tierra”. Gloria al Padre, y al Hijo, y al Espíritu Santo. 

Pintura de Liane Coillotr d'Herbois

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