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Festividad de la Inmaculada Concepción de María. Ciclo A. (Gn 3,9-15. 20; Sal 97,1-4; Ef 1,3-6.11-12; Lc 1,26-38)

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Hay un lugar que no tiene espacio donde está viva y vivificante la semilla de la que nacemos, el germen de nuestra historia, la fuente de nuestros sueños y deseos, el impulso de esperanza que siempre nos acompaña. Un lugar donde somos únicos, pero no estamos solos. Un lugar desde el que quiere amanecer nuestra verdadera vida, siempre acechada por sombras opresivas. Un lugar inmaculado, santo, luminoso. Un lugar casi siempre olvidado, enterrado, ignorado, incluso despreciado cuando vivimos encerrados en la superficie de lo que somos, en los espacios de un mundo que solo es la expresión frágil de esa semilla de eternidad que nos constituye. Ese lugar solo se reconoce cuando escuchamos la palabra que lo sembró en medio de la nada para que fuera vida y vida en plenitud. Y, mientras no la escuchamos, buscamos y buscamos sin encontrar, perdidos en anhelos sin horizonte. Esa palabra es la que supo escuchar María y la que despertó la vida inmaculada para la que siempre la creo Dios, y que qui...

II DOMINGO DE ADVIENTO. Ciclo A. (Is 11, 1-10; Sal 72; Rom 15, 4-9; Mt 3, 1-12)

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Una de las características del Señor que llega es que no necesita ningún espacio especial para encontrarse con nosotros. El nos busca allí donde estamos, porque solo viene a dar cumplimiento a lo que somos. Así se muestra de continuo en el evangelio, Jesús no espera que vayan a él, el se acerca a donde los hombres están viviendo su vida para que encuentren su verdad última. Basta recordar lo que le dice a Zaqueo: “Hoy tengo que comer en tu casa”. Y, sin embargo, el evangelio, tal y como se nos proclama hoy, está precedido de una necesaria visita al desierto. Se trata de aquel lugar donde nada nos distrae, ni imágenes, ni voces, ni sonidos; aquel lugar donde aparece el verdadero y último deseo de vida; aquel lugar donde podemos advertir que tenemos la vida retenida por demasiados miedos, demasiadas complicaciones, demasiados cachivaches, demasiados enfrentamientos; aquel lugar que invita a vivir lo básico, a vivir por un momento de forma minimalista en este mundo de excesos, en un minim...

Adviento'25. Pequeña meditación

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I DOMINGO DE ADVIENTO. Ciclo A. (Is 2,1-5; Sal 121; Rom 13,11-14a; Mt 24,37-44)

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Durante la semana que precede al primer domingo de adviento el evangelio de la misa ha descrito la plenitud caótica de un mundo en manos de sí mismo: de su finitud torpe y agresiva, de su historia injusta y violenta, de su soledad y sus angustias (Lc 21). Hoy al inicio del adviento la palabra de Dios afirma, como una buena noticia, apenas creíble: “En los días futuros estará firme el monte de la casa del Señor y hacia él confluirán todos los pueblos”. ¿Quién, creyente o no, no ha esperado esta ciudad donde la finitud, el mal y la soledad angustiada se difuminen? Quizá el recuerdo que hace Jesús de los tiempos de Noé en el evangelio de hoy sea una invitación a abrir los ojos a esta situación que siempre acompaña a la humanidad y de la que intentamos escapamos habitualmente a base de las distracciones que terminan por dejarnos a la intemperie, desnudos ante la inevitable verdad del mundo tal y como es. El adviento nos anuncia que hay un espacio para cimentar una vida justa, compartida, c...

DOMINGO XXXIV. Jesucristo Rey del Universo (2Sam 5,1-3; Sal 121,1-5; Col1,12-20; Lc 23,35-43)

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A los creyentes la fe nos parece evidente, clara, salvífica, inmediata al menos en un primer momento, cuando aún es solo una forma de pensar y de relacionarse con un Dios ideal, compañero, bueno, inmediato también. Sin embargo, un día la carne de nuestra historia personal se espesa con sus contradicciones, con la ambigüedad de sus deseos, con la angustia de sus sufrimientos, con el peso muerto de la muerte; la carne de nuestra historia compartida tropieza con sus tensiones, sus conflictos, sus traiciones, sus injusticias, su violencia. Nuestra realidad vivida nos saca del mundo ideal de nuestros pensamientos y nuestros sueños, y la fe entra en un desierto donde se hace oscura, impaciente, quejosa, dubitativa. Allí, en ese instante de nuestra vida, la fe es crucificada, y intenta, como puede, no caer en el abismo del sinsentido y la nada. Y, allí mismo también, nuestra fe es buscada, más allá de sus quejas y sus enfados, por el rostro sufriente de Cristo que nos llama a confiar con su m...