REFLEXIÓN PARA DOMINGO III DE PASCUA (Hch 3, 13-15.17-19; Sal 4, 2-9; 1Jn 2, 1-5a; Lc 24, 35-48)

La Secuencia de Pascua que hemos leído estos días deja constancia del esfuerzo de Cristo por resucitar: “Lucharon vida y muerte/ en singular batalla,/ y, muerto el que es la Vida,/ triunfante se levanta”. Este mismo esfuerzo agónico se da en la vida del creyente que debe entablar una lucha interior para aceptar la vida del Resucitado no solo como presente, sino como propia. Y esto es lo que refleja el evangelio de hoy. La presencia del resucitado que trae la paz produce, sin embargo, en los discípulos un miedo que al lector se le hace extraño en un primer momento: “Estaban aterrados”, dice el texto. Pero basta venir a nuestra propia experiencia para constatar que, cuanto más densa es la presencia de Cristo a nuestro lado, con mayor nitidez percibimos las tinieblas del mundo en el que vivimos y también nuestras propias complicidades con sus engaños. Cristo resucitado nos muestra que el único camino que conduce a la vida verdadera es su propia vida, la vivida hasta su muerte en cruz,