DOMINGO V DE CUARESMA (Jer 31, 31-34; Sal 50, 3-4.12-15; Hb 5, 7-9; Jn 12, 20-33)
En el evangelio de hoy algunos quieren ver a Jesús. Sucedió antes y sucede ahora. Les atrae su fuerza de vida, las palabras con las que ensancha el mundo hacia Dios dando consuelo y aliento, el espacio que puede encontrarse junto a él para descansar y recuperar la identidad perdida. Los que se acercan o queremos estar cerca buscamos escapar de ese desierto que nos acecha de continuo desde dentro y desde fuera: en nuestra biología, en nuestra voluntad, en nuestras relaciones; de este desierto que es un peso muerto que nos quita la vida con infinidad de nombres: enfermedad, soledad, enemistad, culpa… Y antes y ahora, Jesús nos acoge por un tiempo en ese espacio de bien que nace de su tacto divino, de su amor vitalizante, de su mirada reconstituyente. Pero, después de un tiempo, comienza a hablar un lenguaje extraño, nuestro mismo lenguaje, el que nosotros no hubiéramos pensado escuchar en su boca: “Mi alma está angustiada…”, “Si el grano de trigo no muere...”. Y entonces nos preguntamo