DOMINGO XXI. CICLO A. (Is 22, 19-23; Sal 137, 1-8; Rom 11, 33-36; Mt 16, 13-20)
Si bien los creyentes sentimos que la fe pertenece a nuestra vida como algo natural, entre ella y nosotros siempre hay una distancia. Incluso si nunca estuvimos sin ella (como sucede en alguno de nosotros) es siempre un don sobreabundante, y si parece sólida y profundamente arraigada, no es extraño que en algunos momentos parezca diluirse y hacerse insustancial. Por eso, cuando nos sentimos habitados por ella hemos de sentirnos bendecidos y agradecerla, como le hace saber Jesús a Pedro: “Bienaventurado tú, porque esto te lo ha revelado mi Padre”. Y no solo eso, la fe, que nace habitualmente como un arraigo afectivo hacia Dios asociado a un conjunto de ideas más o menos ciertas, debe ser purificada de continuo para adquirir su verdadera forma, porque demasiadas veces se queda a medio camino sin revelarnos (e incluso ocultando) la verdadera imagen de Dios y nuestra verdadera vocación. Esto se hace dejando que Jesús nos vaya educando la forma de mirar a Dios, al mundo y a nosotros mismo