DOMINGO XX. CICLO A. (Is 56, 1.6-7; Sal 66, 2-3.5.6.8; Rom 11, 13-15.29-32; Mt 15, 21-28)
Una de las cosas realmente difíciles de aprender en la vida es que todo es un don inmerecido, que “todo es gracia”. Como mucho llegamos a reconocer que la realidad es gracia ‘mitad y mitad’, algunas cosas nos las dan, Dios o los otros, y otras las ponemos nosotros; o que a veces no mereceríamos algo que se nos da, pero otras veces sí, claro que sí.
El episodio de hoy, en un diálogo en principio difícil de entender entre Jesús y la cananea, conduce a que la mujer exprese esa fe que afirma que frente a Dios la vida y las bendiciones que la habitan son siempre un don inmerecido, gratuito, sobreabundante. Ahora bien, no es que esto sea así para esta mujer cananea y no para los discípulos, que siendo judíos lo merecerían, ¡no! La mujer aparece como lugar de aprendizaje de la fe para los discípulos: “¡Qué grande es tu fe!”, dice Jesús delante de ellos. Ella es un recordatorio a los discípulos de que, si Dios los ha creado, ha repartido sus talentos entre ellos y los ha elegido como compañeros de camino, lo ha hecho dejando caer de su mesa la bendición que en ella se reparte, y esto sin más razón que su voluntad de vida y amor.
Así pues, una de las tareas de los discípulos de Jesús es aprender a vivir en gratitud y a mostrar esta gratitud ofreciendo, a los que están marcados por el estigma de no merecer la vida o sus bienes, miradas y gestos de vida que expresen la amplitud inaudita del amor de Dios que todo lo envuelve.
Pintura de Caitlin Connolly.
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