DOMINGO XVI DEL TIEMPO ORDINARIO. CICLO C (Gn 18, 1-10a; Sal 14, 2-5 ; Col 1,24-28; Lc 10, 38-42)
¿Para qué sirve Dios? Antes de nada, para arrancarnos de nuestras idolatrías, para que no adoremos la obra de nuestras manos como si en ella estuviera el poder de la vida, de la alegría y del sentido, y así ahoguemos nuestra humanidad. Muchas cosas hacemos cada uno de nosotros y muchas de ellas muy buenas, pero, como dice el libro del Eclesiastés, después de examinar los trabajos de los hombres: “Comprendí que todo es vanidad y caza de viento” (1,14), que nada puede darnos una vida plena y definitiva.
En la idolatría nos agarramos a las cosas y a las personas (a nosotros mismos, en ocasiones) como si de ellas dependiera nuestra permanencia en la vida, su gozo continuo y su valor. Sin embargo, antes o después nos encontramos con la realidad, porque nada ni nadie puede dar lo que no tiene. Aun así, solemos vivir fascinados por el brillo fugaz de las cosas, de las personas y de nosotros mismos, disfrutándolo con la angustia de perderlo o envidiándolo y resentidos por no poseerlo.
Pero ¿de qué
sirve Dios?, nos preguntábamos. De nada, pero si nos sentamos, como María en el
evangelio, a escucharlo por boca de Jesús, descubriremos que se le puede
reconocer como el manantial último de toda belleza, alegría y bondad. Y aprenderemos
a escuchar el susurro de su llamada que invita a disfrutar de la vida con un
amor desprendido, con un gozo contemplativo y no posesivo, confiados en un
horizonte donde todo dé de sí su mejor parte. Dios no nos va a alargar la vida,
ni va a hacer que esté exenta de problemas y sufrimientos, pero nos ofrece un
suelo profundo donde podemos hacer pie, siempre que nos arriesgamos a vivir en
gratitud y entrega con confianza, sin pretender dominarlo todo. Allí está la verdad
de lo que andamos buscando, “la mejor parte”.
¿Cómo se diferencia entonces entre los idólatras y los creyentes? No en
que unos digan que no creen en Dios y otros que sí creen, sino en que los
primeros están siempre ajetreados, inquietos, siempre en negocios (también con
Dios) para encontrar seguridades, y su corazón está lleno de posesividad;
mientras que los segundos son más contemplativos y disfrutan de las cosas aún
si poseerlas, dejándolas ser, y sus acciones viven no ya de la seguridad y el
control, sino de la confianza del amor y la esperanza. Si nos fijamos bien,
tenemos mucho camino que andar para aprender a vivir más allá de nuestras
idolatrías y, en esto, Dios está de nuestra parte.
Pintura: en esta composición el artista ensancha el elenco de personajes de la escena evangélica. Además de Marta y María aparecen los discípulos. Parecería ofrecerse no solo la crítica de un trabajo sin sentido religioso, sino también la de una religión sin silencio para con Dios. Si los cristianos sabemos percibir la tentación primera, no siempre nos damos cuenta de hasta qué punto estamos afectados por la segunda. Y es necesario que las actividades religiosas no nos engañen porque pueden, paradójicamente, separarnos también de Dios.
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