DOMINGO XX DEL TIEMPO ORDINARIO. CICLO C (Jer 38,4-6.8-10; Sal 39; Hb 12,1-4; Lc 12
“Creéis que he venido a traer paz al mundo? Pues no. He venido a prender fuego a la tierra, ¡y cuánto deseo que ya esté ardiendo!”, dice Jesús en el evangelio de hoy. ¿Quién de nosotros, los creyentes, no ha experimentado, cuanto más se acerca a Dios, que la paz que buscamos en él se mezcla con un temor difuso? No se trata de miedo al castigo por ser unos pecadores, porque cuanto más nos acercamos a él más lejos estamos de esas ideas primarias de un Dios iracundo y arbitrario. No, se trata de la conciencia de que Dios para habitarnos, para llenarnos de su paz, tiene que destruir todo lo que en nosotros no coincide con su amor, todo lo que son apaños para buscarnos la vida, apaños muchas veces tramposos y miserables.
Por eso, la mayor parte de nosotros, los creyentes, vive en ese lugar intermedio donde reina la mediocridad. Y, por eso, cuanto más se acerca Dios a nuestras vidas más sentimos que todo se descompone. Esto sucede cuando se nos predica un amor como el suyo, cuando se nos predica el evangelio en su forma verdadera y no en su versión adaptada de antemano a nuestra vida y a nuestra sociedad. Nos pasa como a aquel poseso que, en el interior de una sinagoga, gritaba a Jesús diciendo: “¡Déjanos en paz! ¿Qué tenemos que ver nosotros contigo, Jesús Nazareno? ¿Has venido a acabar con nosotros?” (Lc 4,34).
Para
llegar a la paz que Dios nos ofrece, personal y comunitariamente, hemos de
pasar por un fuego terrible, porque su amor no es una simple caricia que dice
“no pasa nada”, sino un fuego purificador que pondrá en tensión agónica
nuestras inercias autistas y egocéntricas, que nos pondrá en conflicto con una
cultura que nos maneja dándonos pan y circo, en conflicto con las mentiras que
nos dicen o nos decimos para que todo siga igual sin que nuestro corazón
alcance lo que verdaderamente anhela. Además, en el evangelio somos advertidos
contra los más cercanos, porque demasiadas veces nos consolamos con mentiras.
Creemos que lo hacemos por amor, pero se trata de un amor demasiado pobre y
falto de horizontes, que solo busca que nos adaptemos a las cosas y que nos
hace vivir anestesiados.
El
mismo Jesús sintió la tensión: “¡Que angustia sufro hasta que se cumpla!”,
dice. Y esto nos consuela, porque así puede acompañarnos desde dentro mientras
vamos muriendo con él a la falsa vida del mundo y vamos resucitando, ya aquí y
ahora, a la nueva vida, a la vida de la paz y del amor.
Encuentro esta pintura en la red y no sé de quién es. Yo lo titularía Decisión, porque a la luz del evangelio me hace preguntarme cuál es el rostro que queremos que se vaya formando en nosotros. Más allá de cómo nos presentamos en sociedad, ¿cuál es su verdad última? El rostro de la pintura mira hacia arriba, buscando una mirada que le defina o respondiendo a una invitación que le llama a definirse. Los cristianos pensamos que nuestro verdadero rostro (el que refleja la verdad que busca nuestro corazón) es el que nos da Cristo. No es fácil cruzar la mirada con él. Algo nos atrae y algo igualmente nos retiene lejos de él. Hemos de elegir y necesitamos elegir bien pues nos va la vida en ello.
Comentarios
Publicar un comentario