DOMINGO XVII DEL TIEMPO ORDINARIO. CICLO C (Gn 18, 20-32; Sal 137, 1-8; Col 2, 12-14; Lc 11, 1-13)
¿No tenían los salmos para rezar los discípulos? Sí. Y, ¿no son los salmos la oración que fue poniendo el Dios en el corazón de su pueblo para que aprendiera a dirigirse a Él? Sí. Y, entonces, ¿qué quieren decir los discípulos cuando le piden a Jesús que les enseñe a rezar?
Jesús no va a añadir una oración más a los salmos, la más importante, diríamos los cristianos. No, lo que necesitaban y siguen necesitando los salmos es un corazón puro que los sepa pronunciar delante de la verdad última de Dios. Y es esto lo que nos ofrece Jesús en el padrenuestro. Nos da su posición delante de Dios, la posición filial que Dios mismo ha preparado desde siempre en su Hijo para nosotros. Nos da el deseo último que tiene que llevar toda oración, pida lo que pida o alabe como alabe: que el Reino de Dios se realice, que la creación alcance la forma paradisiaca que siempre pensó Dios para ella y que solo aparece en la forma de ser de Jesús. Nos da el plural en el que nos concibió Dios y del que cuando nos salimos solo hay desierto, porque estamos creados para ser hermanos compartiendo el pan y la misericordia.
Por
eso, aprender el padrenuestro no es una cuestión de memorizar y repetir.
Es más bien, aprender a vivir desde el corazón de Jesús, confiando en que pase
lo que pase somos hijos amados, aunque no lo parezca como cuando Jesús en Getsemaní
clamó: “Que pase de mí este cáliz”, pero no dejó de llamar a Dios Abba. Confiando,
pese a las apariencias de pérdida o las pérdidas reales que supone el
preocuparnos por los otros, que somos hermanos y que solo fraternalmente
alcanzamos la vida y la felicidad. Y no solo confiando, sino aceptando sin
ingenuidad que el mal está siempre a la vuelta de nuestro corazón para ganarlo
y frustrar nuestra vocación de vida, y que vencerle supone luchar y suplicar a
Dios de continuo.
Así
pues, convendría que, aunque sepamos de memoria el padrenuestro, hoy, otra vez,
le pidamos al Señor que nos enseñe a rezarlo con su mismo corazón.
En esta composición de Hannah Dunnett, el padrenuestro aparece como un hilo que atraviesa la creación y la vida de los hombres. Y esto me gusta, porque la oración que el Señor nos enseña no es solo para dedicarle un tiempo y un espacio, sino para que vayamos aprendiendo a hacer que todo tiempo y todo espacio sea suyo y así Él pueda vestir todo de su belleza y de su gloria. Es esta belleza sin oscuridad ni estridencias la que se sugiere en la pintura.
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