DOMINGO XIV DEL TIEMPO ORDINARIO. CICLO C (Is 66, 10-14c; Sal 65, 1-20; Gal 6, 14-18; Lc 10, 1-12.17-20)
En el evangelio de hoy escuchamos una afirmación sorprendente: “Sabed de todas formas que está llegando el Reino de Dios”.
Los discípulos han salido a anunciar la paz de Dios y la ofrecen. Esa paz que solo se encuentra al conocer el amor originario que nos ha creado y que nunca nos abandona porque somos “su mies” o, como dice Juan, “de los suyos”, seamos quien seamos. Una paz que solo se experimenta cuando perdemos el miedo a los otros y dejamos de sospechar de ellos, cuando por eso compartimos nuestra vida con ellos sin medida, cuando aceptamos el pan del otro sin peros, y a cambio le ofrecemos nuestro cuidado con generosidad. Cuando confiamos en que todo lo que entregamos en el mundo queda sembrado en el corazón de Dios y, aunque lo veamos perderse entre las olas de la historia, está protegido a la espera de manifestarse finalmente como vida eternamente viva en Dios. Esta es la paz que se vive al lado de Cristo cuando Cristo se convierte en fuente de vida común, la que celebramos en la eucaristía y nos cuesta tanto vivir en la cotidianidad de nuestros sentimientos, relaciones y devociones. “De todas formas está llegando el Reino de Dios”.
Somos el rebaño de Cristo que camina entre lobos, y sabemos que estos lobos también se han colado en nuestra comunidad eclesial, y que sus sentimientos se han instalado también en nuestro corazón: vivir para devorar el mundo y las cosas, para consumir y enriquecerse, y para dominar a los demás con la imagen o el poder. Estos son los demonios que Jesús nos llama a expulsar para dejar espacio al Reino que está llegando. No es extraño que salgamos heridos del combate, pero las heridas se convertirán a su tiempo en motivo de alegría, como sucedió con los discípulos al celebrar su misión. Una misión que a nosotros nos acompaña en nuestros lugares cotidianos de vida y que no terminará hasta el fin de los tiempos. Allí estarán nuestros nombres esperando hacerse carne del mismo Dios.
Pintura de Rau Dina, El después. La pintora, como haciéndose eco de la visión de Isaías 66, 14 (Primera lectura: "Al verlo, se alegrará vuestro corazón y vuestros huesos florecerán como un prado. Se manifestará a sus siervos la mano del Señor"), representa la alegría futura del Reino de Dios anunciado y recibido.
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