Uno de los problemas mayores de nuestra oración o de nuestra vida de fe, por la que, en demasiadas ocasiones se interrumpe nuestra relación con Dios, es que la sometemos a lo que creemos que debiera ser una relación adecuada. Lo hacemos utilizando oraciones profundas y bonitas que suenan bien y dicen lo que tienen que decir, o celebrando ritos que, siendo verdaderos, son demasiado verdaderos, es decir, funcionan como si ya estuviéramos en el reino de los cielos. La verdadera oración, es decir, esa apertura a la presencia de Dios que posibilita que Él mismo se haga presente a nosotros, requiere que le abramos nuestra vida verdadera, es decir, la vida propia, sea como sea, con sus deseos convenientes e inconvenientes, con sus buenos sentimientos y con sus rabias profundas, con sus posibilidades y sus lastres, con su gracia y su pecado. Solo entonces Dios puede hablarnos de verdad, porque si no lo hacemos, aunque Él quiera, nos estamos de verdad delante de él. Y esto es una de las cosas i...