DOMINGO XXVIII DEL TIEMPO ORDINARIO (Sab 7, 7-11; Sal 89, 12-17; Heb 4, 12-13; Mc 10, 17-30)

Parece no tener medida el Señor, ni él ni sus palabras. Todo él parece envuelto por la lógica del exceso y, sin embargo, es esta lógica la única que le hace absolutamente realista con la realidad del mundo.  

Si se encuentra con alguien retenido por un pecado que le tiene dominado o una enfermedad que le oprime, él salta las fronteras impuestas por la desesperación y la mirada de los otros para abrir un camino de vida nueva donde todas las fronteras se estrechan para dejarlo fuera. Y lo hace sin apenas pedir nada al que tiene delante, solo que crea que forma parte de la vida que Dios quiere para todos. Así, excediendo los límites sociales, muestra que lo que realmente pasa es que la vida de los hombres se ha hecho demasiado estrecha y esta no es su verdad.

Pero si encuentra a alguien que quiere ser ‘como Dios manda’, a este le aprieta hasta el límite de hacer saltar por los aires su confianza ingenua de poder estar a la altura de Dios. Lo hizo con Pedro y lo hace con el joven del evangelio de hoy. Lo hace con afecto, pero lo hace. Así, al exigir lo apenas posible, rompe todo afán de suficiencia y pone al creyente en el camino de la humildad: Solo Dios es Dios, solo Dios salva. Y, a la vez, desvela las miserias escondidas detrás de los méritos con los que nos vestimos, esas miserias que son el lugar de nuestro combate, el lugar para alcanzar “la cosa que nos falta”. Es así como la petición excesiva del Señor: “Sígueme en todo y del todo”, nos abre las puertas a la verdad, al destino para el que fuimos creados.

Y es que los excesos del Señor son los caminos donde el mundo y los seres humanos encontramos la verdad sencilla de las cosas.



Pintura de Jill Krasner, Nada es imposible 
(en la pintura un jardín parece brotar de un campo de basura)

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