Apocalipsis

La palabra apocalipsis lleva siempre a pensar en tragedias y sufrimientos como castigo de Dios, en el mal campando a sus anchas por el mundo y sin apenas nada o nadie que lo pueda parar, en el todos contra todos y en el sálvese quien pueda. Sin embargo, la palabra significa simplemente revelación. Revelación a las claras, sin posible ocultamiento, del mal que habita el mundo y, a la vez, de la fuerza de Dios que habita a los que se mantienen fieles a su justicia. Entonces, ¿estamos en un apocalipsis? Seguramente sí, pero no en ese que les gusta predicar a esos fanáticos agoreros que parecen regodearse con el mal de los demás cuando les sirve para afirmarse en sus ideas. No, en ese no. Más bien estamos en ese otro apocalipsis, aquel del que habla el Nuevo Testamento, en el que se nos revela la situación sufriente del mundo real y que muchos de nosotros, la mayoría, no conocíamos porque vivíamos en el cielo, en el quinto cielo, en un paraíso de puertas cerradas a la tragedia real del mundo, que ahora sentimos que pesa también sobre nosotros. Y también ese apocalipsis en el que se levanta el Testigo fiel, Cristo, que identifica a los verdaderos hijos de Dios, los que incluso en medio del sufrimiento sacan fuerzas para vivir en la verdad y ofrecerla humildemente; para hacer el bien, aunque paguen un precio alto por ello; para esperar, recogidos en el corazón de Dios, dando esperanza. El apocalipsis cristiano revela siempre el pecado y el mal del mundo y, a la vez, manifiesta que Dios está al lado de los que sufren y en los que les acompañan. Que Dios tiene para ambos un lugar privilegiado en la Jerusalén celeste donde no habrá ni llanto ni dolor. Lo demás son historias para no dormir, historias indignas del espíritu cristiano.

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