La densidad de un gesto

Hace unos días estaba sentado en el interior de una ermita yo solo. En un determinado momento se abrió la puerta y entró una mujer que se dirigió al primer banco seguida a un par de metros de su marido que hizo lo propio. La mujer se arrodilló para hacer sus oraciones y el marido la siguió en el gesto. Les separaba un pequeño espacio y antes de comenzar cada uno su oración, la mujer miró a su marido y, visto que estaban algo separados, se movió hacia él para rezar juntos. No oraban en alto las mismas oraciones, pero lo hacían juntos, reuniendo vidas distintas. El gesto de la mujer había sido claro. No quería ni estar sola ni que el otro lo estuviese, cada uno ya no existía sin el otro. Esta escena tan simple me conmovió, especialmente el movimiento, tan sencillo como íntimo, de la mujer hacia su marido, y me hizo pensar en una de las formas que la que el Señor ha querido inscribirse en nuestra vida para hacernos saber quién es. Los católicos, siguiendo la intuición de san Pablo en la carta a los efesios (5, 32), vemos en este acercarse de una mujer a un hombre, o viceversa, para compartir la vida un signo de la forma de ser de Dios y de su presencia entre nosotros. Siendo distinto, teniendo su propia historia, no teniendo porqué hacerlo, ve la distancia y la sobrepasa en un gesto de intimidad amorosa haciendo saber a la humanidad que quiere acompañar y compartir sus alegrías y fatigas, sin obligarla a que se adapte del todo a Él, dejando de ser ella misma. Así Dios se deja ver entre nosotros, se inscribe en nuestra carne, gestando en nuestras vidas su misma forma de ser. Así Dios se regala discreto en nuestro mismo amor que revela su presencia. Por eso, quien quiera reconocer a Dios debe preguntarse por el movimiento de su propio ser que tiene inscrito en sí el deseo de amar y el deseo de que Alguien, viendo nuestra soledad más íntima, nuestro anhelo de compañía, comparta día a día nuestro camino.

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