La llamada escondida

Basta echar una ojeada a la realidad para ver que está habitada por una fuerza que la impulsa de continuo a dar de sí, a no conformarse con lo que ha sido, a transfigurarse en nuevas formas y movimientos. Nada está quieto, todo está en movimiento hacia sí mismo o hacia otra realidad donde recrearse. Si no estuviéramos tan acostumbrados a los procesos naturales nos daríamos cuenta asombrados. Si no estuviésemos tan abstraídos mirando la realidad como algo de usar y tirar nos sorprenderíamos a cada paso. La flor se muere y se renueva como fruto sorprendente, la semilla parece rendirse y desaparecer para engendrar inmediatamente un futuro sorprendente. Nada parece perderse en el entramado de la realidad sin dar a luz una nueva realidad donde el mundo se rehace sin desesperar de sí mismo, sin ceder a la presión del vacío y de la nada. También nosotros estamos habitados por una llamada de Dios que nos crea cada día, que nos va invitando a hacer de cada acontecimiento un lugar para dar de sí, para reencontrarnos a nosotros mismos en un espacio no siempre más grande, pero sí más profundo reconociendo el abismo de gracia que nos habita. Dios nos crea desde un futuro abierto cada día por la fuerza de su amor y ofrecido a nuestra fe; nos crea invitándonos a no ceder a la desesperanza, pues incluso de la muerte sabe sacar vida con su amor. Por eso, en la fe no basta afirmar que Dios nos creó, hemos de arriesgarnos cada día confiando en que puede crearnos hasta el infinito con su llamada de vida eterna, y esto incluso en medio de los espacios atravesados por la muerte.

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