Migrantes hacia el año nuevo

Por más que los seres humanos nos empeñemos en salir del círculo de la fortuna y la desgracia, la salud y la enfermedad, la alegría y el llanto, la amistad y el odio, este círculo se repite día tras día, año tras año. “Nada nuevo bajo el sol” (Eclesiastés 1, 9). Uno se hace la ilusión de que las cosas pueden cambiar dejando atrás el lado oscuro y gravoso de la vida. Esta ilusión se expresa cuando nos deseamos un feliz año nuevo y también cuando contamos a nuestros hijos esos cuentos que terminan con la expresión “y fueron felices…”, suponiendo que la situación final dejará atrás y para siempre todo sufrimiento, tristeza, soledad, pobreza y desamor. Por más que la vida nos desengañe, no dejamos de esperar que esto sea así, como las aves migratorias que, pese a su aparente debilidad, tienden hacia su paraíso de forma natural. La razón de fondo es que nuestro deseo está habitado por la imagen de una vida verdadera que, aunque no conocemos, sabemos que nos pertenece. Una vida que apunta formas, pero que nunca se realiza del todo aquí y ahora. Una especie de promesa inscrita como anhelo en nuestro corazón. El cinismo (que los cínicos llaman realismo) la desprecia, pero es la fuerza que crea la verdadera vida, aquella que hace que nos deseemos la bendición de un año nuevo. Un año que, por lo demás, solo será cierto en Dios: tiempo de alegría sin lágrimas, de vida sin muerte, de exuberancia sin pobreza, de fraternidad sin odios ni desprecios. Tiempo de Dios que debe orientar ya nuestro caminar juntos hacia la vida.

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