Sobre la omnipotencia del amor divino

El ser humano parece tener un instinto que le hace resistir incluso en las peores condiciones, esperando que esas situaciones vividas no tengan la última palabra sobre su vida. Una y otra vez se levanta y confía en la vida incluso frente al mal y la desdicha. Cuando esto deja de suceder el ser humano va perdiendo su humanidad, deshumanizándose, o su vitalidad quedando en un estado casi catatónico. Pero, ¿por qué esperamos incluso cuando apenas hay razones para ello? Quizá la omnipotencia de Dios es la que ha grabado la esperanza en nuestros corazones. Quizá esta omnipotencia consista en someter y orientar, antes o después, toda la realidad a un futuro de vida a pesar de que esta se configure en muchas ocasiones contra el bien y la belleza que el mundo y la humanidad necesitan. Quizá su omnipotencia sea el poder que hace que el peso del mal y la desdicha no tengan la última palabra. Y quizá por ello la omnipotencia divina se refleja en el trabajo de tantos que intentan dirigir el mundo hacia el bien sin desesperar, incluso cuando sus logros son exiguos. Por eso, creemos en la omnipotencia de Dios cuando, incluso sin saber si creemos o no creemos en Dios, confiamos en que hay un futuro con sentido para todo y para todos, y trabajamos por él. Porque así, sin darnos cuenta, estamos confiando y pidiendo que exista una palabra de amor que lleve todo a plenitud. Para los cristianos esta fe en la omnipotencia del amor de Dios va ligada a una súplica al que estuvo atado a la muerte y rompió sus cadenas: Anunciamos tu muerte proclamamos tu resurrección. Ven Señor Jesús.

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