Tiempo ordinario. Cuento de nunca acabar



Nunca coincidían, nunca, salvo en fugaces encuentros luminosos que se producían insospechadamente. Podía ser al cruzar un puente, el mismo puente de todas las mañanas, viendo los patos que otros días, estando allí, no coincidían en ese instante donde todo estaba colocado en su sitio y el tiempo era una eternidad, un segundo donde la realidad se desnudaba sin miedo y se entregaba, aunque al instante ya nada ni nadie estaba allí, porque todo había vuelto a su propio y esquivo lugar.
A veces se adelantaba el tiempo de una palabra deshaciendo la conversación, otras llegaba con retraso, ya en el camino de vuelta a casa, cuando no había posibilidad de que sirviera para algo. Por momentos el tiempo aceleraba una exigencia para la que el otro no estaba preparado o se despreocupaba y olvidaba exigir la tensión necesaria para que la vida diera de sí. Y después estaban los cuerpos llenos de vigor cuando no habían alcanzado la sabiduría, y llenos de sabiduría cuando ya se habían tomado las decisiones equivocadas que ahora había que arrastrar. Todo a destiempo
Además ni el retraso ni el adelanto era unánime en este tiempo inconexo. Cada historia tenía su propio metrónomo que en pocas ocasiones alcanzaba a contemplar como los compases iniciales de una canción la concluían antes de haber olvidado qué estaban haciendo. Y la muerte, siempre a destiempo, incluso cuando llegaba su hora.
Algunos lo achacaban a un virus que habría descompuesto el pulso unánime de la vida, el latir coordinado de lo distante, el espacio común de lo separado, el asombro confiado de los desiguales. Pero curiosamente nadie se conformaba con la estridencia de este des-concierto que nunca terminaba de hilvanar un encuentro íntimo donde todos los sonidos se dejaran sentir sin disentir.
Algunos se convirtieron en buscadores de un tiempo sin distancias ni fronteras. Pero también en ellos seguía la contradicción haciendo de la suyas, como si fuera la dueña del mundo, aunque en realidad nunca se dejaron de oír compases esporádicos en los que aparecía una música callada que, incluso en el destiempo de toda criatura, otorgaba una belleza que no dejaba olvidar la luz de la eternidad. 

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