Reflexión sobre el evangelio del domingo XXII (Mt 16, 21-27)
El domingo pasado comentaba cómo la confesión de fe, que va siempre acompañada de una bienaventuranza, posee una dimensión sufriente que es necesario aceptar para que esta confesión no se convierta un juego de ficción que solo nos acompaña mientras las cosas van bien.
El evangelio de hoy nos
presenta, en toda su crudeza, esta dimensión sufriente que comporta la unión
con el Señor. Se trata del dolor que produce vivir a contracorriente de un
mundo que para huir del costo personal que tiene la vida verdadera (el sacrificio
que supone el amor, la fatiga que requiere el trabajo, la espera que necesita
lo verdadero) emplea la mentira, la traición, la explotación, la violencia en
distintas formas y grados que pueden reconocerse en todos los ámbitos de la
existencia: desde la vida familiar hasta las relaciones entre los pueblos y
naciones. En este mundo nadie quiere testigos que saquen a la luz las miserias
que necesitamos ocultar para estar tranquilos. Lo refleja claramente el libro
de la Sabiduría: “Acechemos al justo, que nos resulta fastidioso… Su sola
presencia nos resulta insoportable, pues con su simple actuar es un reproche
contra nuestra forma de vida” (2, 12-14).
Por eso quienes se dejan
seducir por Dios y le acogen como verdad de vida, como amor por las cosas y las
personas, como esperanza de gloria… muestran con su sola presencia la
vulgaridad y degradación de la vida del mundo, incluso cuando esté escondida en
justificaciones casi irrebatibles, aunque insustanciales, y en una belleza
especialmente atrayente, aunque siempre demasiado artificial.
Es en este mundo concreto, que
también nos habita a nosotros (como queda testimoniado en la reacción de
Pedro), donde el Señor nos invita a seguirlo. Curiosamente en este fragmento
del evangelio no se le llama Mesías o Hijo del Dios vivo, como en el anterior
había hecho Pedro. Solo se habla de Jesús, como si se quisiera traer los ojos
su vida concreta, sencilla, básica. Es en ella donde está contenida la
salvación de Dios. La gloria se revela en la sencillez. No en vano el mismo
nombre Jesús significa salvador.
Por eso, en los momentos de
dificultad para vivir la vida cristiana, en los momentos de tentación, en los
momentos en el que el miedo al mundo que nos rodea y a su poder nos empuja a
apartarnos del Señor, hemos de volver a recordar, como hace Jeremías, que su
vida es un fuego ardiente en nuestro interior (Jer 20, 7-9). El fuego ardiente
del amor, de la verdad, de la belleza que en algún momento él mismo nos ha dado
a conocer, aunque ahora (en los momentos difíciles) esté tan escondida que
parezca inexistente. En su momento el Señor se revelará envolviendo con su
gloria a los suyos. Entonces quedará manifiesto que hemos ganado la verdadera
vida que él nos está ofreciendo a cada momento.
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