Reflexión sobre el evangelio del domingo XXIII
En el oráculo de Ezequiel de este domingo Dios recuerda a Israel como pueblo (y a todos los que lo componen) que le ha puesto como una atalaya en medio de las naciones para percibir con antelación a los enemigos y avisar a todos de dónde está una vida al abrigo del pecado. También Jesús se dirige a la comunidad de sus discípulos diciendo que “son la luz en medio del mundo” comparándola con “una ciudad situada en la cima de un monte” (Mt 5, 14). Recupera así la imagen de la Jerusalén santa y acogedora que habían anunciado los profetas y deseado los justos sin haberla nunca encontrado.
Para los cristianos esta ciudad tiene como centro
irradiante la vida de Jesús. Es a su lado, viviendo de su mismo Espíritu, donde
se levanta esta ciudad para todos. Los dos o tres del evangelio que se reúnen
en su nombre, conociendo su santidad y misericordia, y dispuestos a aceptar su
llamada a reflejarla, estos son la Iglesia sacramento de unidad y salvación.
Esto significa que debemos administrar la misma
santidad y misericordia de Dios ante los que nos rodean. Tarea nada fácil.
Reflejamos su santidad con el cumplimiento de sus mandatos, como bien sabía
Israel por la Alianza que Dios había hecho con ellos, y como sabemos los
cristianos ya que Jesús no ha venido a quitar ni una letra de estos mandatos
fundamentales (Santificado sea tu nombre, decimos en el Padrenuestro
deseándolo y pidiendo su ayuda). Reflejamos su misericordia con la acogida, la
paciencia y el perdón de los que sufriendo la debilidad de su pecado se hacen daño
a sí mismos y lo hacen a los demás.
Demasiadas veces subrayar la santidad y los
mandamientos, olvidando la misericordia, ha hecho de la Iglesia y de los
cristianos no una luz en medio de las gentes, sino jueces inmisericordes que oscurecen
la santidad de Dios. De igual forma, subrayar la misericordia olvidando la
santidad se convierte, en no pocas ocasiones, en una coartada para evitar la
lucha contra el pecado de nuestra vida y para justificarnos mutuamente
olvidando la vida que Dios quiere para nosotros.
Es en este último aspecto donde se sitúa la
admonición de Ezequiel y de Jesús en el evangelio de hoy. Amando a todos, Dios
ha elegido a algunos para que sintiendo su paciencia y su misericordia se
conviertan, a través de una lucha sin piedad contra su propio pecado y contra
el pecado del mundo (a través de la lucha contra la codicia y la indiferencia,
contra el orgullo y la prepotencia y la violencia, contra la vanidad y el
olvido de las verdades sencillas de la vida, contra la lujuria y la
despersonalización del otro, contra la ira y la impaciencia frente a la
debilidad de los que nos rodean), en lugares de irradiación de la santidad y la
misericordia con la que Dios quiere envolver a todos (“sal de la tierra, luz del
mundo”). Por eso, no cabe todo en la Iglesia, aunque la Iglesia esté al
servicio de todos o precisamente por eso mismo. Esta es la razón por la que hemos
de atrevernos a decirnos unos a otros que hay caminos que no se pueden recorrer
y que no caben en la Iglesia (sabiendo que la salvación última solo la conoce
Dios).
Jesús dice en el evangelio que cuando dos o tres se
reúnan a rezar en su nombre el Padre del cielo les escuchará. ¿Cuál es esta
oración? Quizá sea la que repite sus mismas palabras acogiéndolas para ellos
mismos y para todos: Nos nos dejes caer en la tentación y líbranos del mal/No
te pido que los saques del mundo sino que los libres del maligno y Padre
nuestro/qué todos sean uno. Así pues, si en los últimos tiempos parece que
hemos trabajado el ejercicio de la misericordia, hoy el evangelio nos recuerda
que esto no puede ser a costa de la lucha personal y eclesial contra todo vicio
y pecado, con toda la dificultad que esto entraña. Esta es la intención última
de la corrección fraterna a la que nos llama la Palabra de Dios hoy. ¿Cómo si
no saldremos de nuestra mediocridad autojustificada?
Ojalá escuchemos hoy la voz del Señor. Ojalá no
endurezcamos nuestro corazón
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