Su nombre es Juan
Ocurrióme, aunque
te pido que seas discreta pues no son tiempos estos para presumir de arrobos y
visiones, que estando en oración ya un rato y dando vueltas al libro que me
venía acompañando, no conseguía encontrar una idea sustanciosa que entretuviera
mi mente y sosegara mi corazón dirigiéndolo al buen Dios. Y eso que no traía
conmigo un libro cualquiera, que el autor era harto conocido, con experiencia
espiritual y buena pluma para guiar las almas. Allí seguía yo, leyendo y
releyendo, en eso que los marineros llaman calma chicha, y que había envuelto mi
oración sin dejarme avanzar hacia ningún sitio.
Pues bien, fue
entonces cuando sentí, no sé si te he dicho que estaba en la Iglesia de las
carmelitas, que alguien se había sentado a mi lado. Un hombrecillo diminuto con
aire angélico, aunque no pensé yo que fuera un ángel, pues no he imaginado yo
nunca a los ángeles vestidos de un color tan poco luminoso como el marrón.
Miró el libro y me
dijo: ¿por qué escarbas?, ¿qué buscas
ahí?
Fue tan inesperada
la pregunta y me pareció tan fuera de lugar que no supe qué responderle. Y
antes de que pudiera inventar un respingo de esos para los que tú sabes soy tan
ocurrente y que me permiten escabullirme cuando se complican las
conversaciones, continuó: ¿qué quieres
encontrar de Dios ahí, no sabes que “en darnos como nos dio a su Hijo, que es
una Palabra suya todo nos lo habló junto y de una vez en esta sola palabra, y
no tiene más que hablar”?
Aturdido y a la
vez atraído por la sentencia me sometí a su conversación.
¿Entonces qué hago?, le dije.
Nada, me respondió.
¿Qué digo?
Nada, repitió.
¿Y me quedo sin hacer nada?, le dije haciéndome
el gracioso.
Sí, respondió como si no hubiera
entendido la broma. Nada, deja al deseo
ser tu luz y guía.
Pero no tengo un deseo tan fuerte,
le dije.
Entonces él
sonrió pícaramente y me dijo: vamos por
buen camino, y se fue diciéndome con un gesto de la mano que mirara para
adelante.
Miré confiado,
pero allí no había nada, solo el sagrario silencioso de siempre. Tampoco se oía
nada, sino un pájaro solitario con un trino alegre en la ventana superior.
Quede por un rato
sin palabras, mudo. Y mientras volvía cabe mí, intentando comprender y
preguntándome quién sería ese extraño personaje y qué me habría querido decir,
una monja a la que conocía porque siempre que entraba en esa iglesia la veía
sentada allí, sin hacer nada, y que parecía haberlo visto todo, se acercó
discretamente dejando un papel escrito junto a mí: su nombre es Juan.
(Carmelitas, 29 de Agosto 2020)
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