REFLEXIONES PARA EL DÍA DE TODOS LOS SANTOS (Apoc 7,2-4.9-14; 1Jn 3,1-3)
La
primera carta de san Juan que leemos este domingo afirma que el mundo no nos
conoce en cuanto hijos de Dios. Esto podría ser utilizado como acusación contra
un mundo impío y degradado, pero también como una pregunta por nosotros mismos.
No esa que siempre nos viene a la cabeza y que es otra acusación (siempre la
acusación), esta vez contra nosotros mismos: Si no nos conoce es que no estamos
a la altura, que necesitamos comprometernos más.
Hoy propongo que dejemos
las acusaciones de lado y nos preguntemos: ¿Nos conocemos a nosotros mismos
como hijos de Dios? El camino del evangelio no es solo ni principalmente un camino para
avanzar en la virtud. Esto ya lo encontramos en el Antiguo Testamento donde
Dios nos ofrece los mandamientos. El camino del evangelio es un camino de
admiración por el movimiento de Dios que va marcando a todos con el sello de su
amor, también y especialmente a los que estaban excluidos del grupo ‘selecto’
de los escogidos. Al final del evangelio los mismos discípulos comprenderán que
también ellos son sellados inmerecidamente con este amor, pues después de todo
no han sabido estar a la altura y son, sin embargo, buscado por Jesús
resucitado. Es la contemplación de este acontecimiento lo que hace del
evangelio buena noticia, lo que lo convierte en fuente de alegría. Dios como
bendición incluso en el lugar de la maldición, en la cruz.
El
fragmento del apocalipsis de la primera lectura dice que un ángel de Dios va marcando
con su sello a hombres y mujeres de todo pueblo, raza, nación. Un ángel que es
el mismo Cristo que nos busca para marcarnos con la luminosidad de su vida.
Hoy podemos meditar en
silencio el hecho de que hemos sido marcados por un amor que busca hasta en lo
más escondido para sembrar su eternidad. Así empieza el camino de la santidad:
en el asombro ante este Dios tres veces santo en su misericordia que nos ha
destinado a compartir su misma vida por los siglos. Quizá hoy, meditando este
hecho, podamos despojarnos un poco de esa conciencia que tanto daño nos hace y
que repite como un estribillo interminable en nuestro interior que solo somos carne de cañón, carne de tribulación, carne despreciable por
falta de músculo y valor, y que los demás también lo son… Esas son las
tinieblas de las que nos ha venido a rescatar el Señor que tiene poder sobre el
cielo y la tierra.
Sumémonos pues al canto de los ángeles
y los santos: Santo, Santo, Santo es el
Señor.
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