Reflexiones sobre el domingo XXXIV. Jesucristo Rey del universo (Ez 34,11-12.15-17; Sal 23; Mt 25, 31-46)


La fiesta con la que concluimos el año litúrgico es la de Cristo Rey. Con ella se concluye, no empieza, el itinerario de Cristo. Jesús no se hace presente en medio de nosotros como príncipe heredero. No. Su realeza se forma asumiendo la figura de pastor. Es actuando como tal como llega a ser exaltado como Rey. Se hace así referencia al modelo veterotestamentario de rey, a David que aprendió el oficio de rey en el duro esfuerzo por cuidar, proteger, dar cobijo, buscar, guiar y recuperar a las ovejas perdidas de un rebaño. ¿En qué tipo de rey se convierte uno si no tiene claro que el poder es para cuidar, proteger, dar cobijo, guiar y recuperar a los perdidos?

Pues bien, celebramos hoy que este ha sido el camino de Cristo con nosotros. No celebramos su grandeza sin más. Celebramos que su disposición a cuidarnos, a vivir para nosotros es eterna, y que, por tanto, ningún poder que quiera hacerse con nuestra vida para parasitarla robando sus energías, sus posibilidades, sus esperanzas tendrá vía libre sin que Cristo mismo se mueva hacia nosotros para rescatarnos. Celebramos que su cuidado sobre nosotros ha liberado el poder del amor, que su fidelidad incluso en nuestros desplantes y rechazos ha redimido el poder del perdón, que su confianza en medio de la muerte ha liberado el poder de la esperanza. Y que su resurrección ha creado en el corazón de Dios un palacio de vida plena para todos.

Pero no basta contemplar y dar gracias, es necesario participar de su poder. Llenar las energías de nuestra vida con el poder de la generosidad, del cuidado y la acogida, del perdón, de la esperanza. Por eso nos visita quitándose la túnica de rey y vistiéndose con la pobreza del que nos necesita. Si aceptamos su llamada los demás podrán celebrar la realeza que recibimos de Cristo en el bautismo, de otra forma solo podrán lamentar que les haya tocado al lado un tirano que agota sus vidas. 


Pintura de Sister Kim Ok-soon

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