CUENTO-REFLEXIÓN PARA EL IV DOMINGO DE ADVIENTO (2Sam 7,1-5.8b-12.14a.16; Sal 88; Rom 16,25-27; Lc 1, 1-8)


Leamos el evangelio del revés. Veamos a María encinta como señal para Isabel.

Salió el ángel Gabriel de las tierras santas de Dios para buscar asiento para su vida. A buscar un portal donde Dios mismo pudiera recogerse y ofrecer lo que desde la eternidad vivía: luz, vida, amor. Infatigable, el ángel recorría las estepas del mundo y las calles bulliciosas de los hombres buscando un sitio nuevo, virgen, donde Dios al recostarse pudiera sentir la alegría creadora con la que comenzó a modelar el barro de la tierra, y consumar su obra. Pero en todos a los que el ángel se dirigía encontraba miradas de escepticismo e incluso de desdén. “En este mundo tan viejo, donde todo está gastado, herido y sucio, qué esperas encontrar”.

Por fin el ángel se detuvo en casa de una mujer mayor, Isabel, y comenzó a referir su misión como si ella fuera la elegida, pero la mujer, agachando la cabeza y envuelta en una triste melancolía, pensaba que para ella había pasado la hora. ¡Estaba tan marcada por la pesadez de la vida, por sus conflictos, por sus miserias!

El ángel adivinando sus pensamientos sonrió y le dijo: Mira María. ¿No será capaz Dios de encontrar en ti lo que una de tu misma familia ha conservado en su corazón: la virginidad anhelante del amor vivo de Dios?

Y es que la llegada de Emmanuel busca las brasas inmaculadas que la ceniza de nuestra vida tiene ocultas. Hoy, el ángel que lo anuncia, para en nuestra casa.


Pintura de Dinah Roe Kendall

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