REFLEXIÓN PARA LA FIESTA DE LA INMACULADA (Gn 3,9-15.20; Sal 97; Ef 1, 3-6.11-12; Lc 1.26-38)


Parecería que ya pasaron los tiempos del miedo a la desnudez y que, de estar paseando Dios entre los hombres, como en el jardín del Edén, nadie se escondería por miedo a ella. Sin embargo, las cosas quizá no sean tan claras. En estos momentos la desnudez física se ha convertido en un vestido más a través del que se intentamos mostrar nuestro valor, nuestra relevancia, nuestra libertad, nuestro poder… Finalmente termina por ser un ropaje más con el que cubrimos la única desnudez de la que seguimos teniendo miedo: la vulnerabilidad, nuestra pobreza más profunda, esa que nunca mostramos, la que cuando se hace presente nos hace huir de una u otra forma, sea de los demás o Dios. Una vulnerabilidad que está unida a lo que no controlamos de nuestra vida. Y todo porque nos querríamos presentar dueños de nosotros mismos, señores de nuestra propia vida… En este sentido, no hace mucho decía Fabrice Hadjadj, con una atrevida comparación, que mucho más desnuda que una actriz pornográfica en una película está una sencilla monja en el confesionario.

Tenemos miedo a nuestra fragilidad, a nuestra vulnerabilidad, a nuestra pobreza… porque hemos perdido el contacto con el amor primero, el que nos hace andar desnudos sabiendo que somos mirados con benevolencia, que somos vestidos con una mirada acogedora frente a la que no es necesario demostrar nada porque de antemano nos cubre con una sombra protectora que nos hace participar de su mismo amor.

Es ese momento perdido el que, por gracia, vivió María, por eso la llamamos Inmaculada. Ella es la que sale de entre nuestros miedos para dejarse envolver por la presencia de Dios que la llevó a ser aquello a lo que estamos destinados todos: “alabanza de su gloria”, como dice la lectura de Efesios.

Esta María celebrada en el adviento puede que nos invite a orar diciendo: «Señor, Líbranos del miedo, ayúdanos a desnudarnos ante ti para que nos cubras con tu inmaculado amor, y podamos así encontrar la libertad que nos da la verdadera vida. Ayúdanos a cubrir la desnudez de los demás con una mirada y unos gestos como los tuyos. Hágase tu voluntad».


Pintura: Ulrich Leive, El paraíso y el sol

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