REFLEXIONES SOBRE EL II DOMINGO DE ADVIENTO (Is 40,1-11; Sal 84; 2Ped 3, 8-14; Mc 1, 1-8)


“Comienza el Evangelio”. Así comienza el evangelio de hoy, de este año, de todos los tiempos. Pero este comienzo que escuchamos hoy nos envía más atrás, a los tiempos de Isaías y este mucho más atrás a la asamblea eterna de Dios, cuando el Señor, delante de sus ángeles y profetas, pronuncia estas palabras: “Consolad, consolad a mi pueblo, habladle con mi ternura. Que mi vida se pronuncie en los caminos de los hombres hasta que queden envueltos en la gloria de mi amor”. Nos envía a ese lugar que apenas si alcanzamos a escuchar.

Como el pueblo la palabra de Isaías, escuchamos en un momento en que hemos sido exiliados de nuestras seguridades por el COVID, aunque ya antes vivíamos en exilios exteriores e interiores de pobreza, tristeza, angustias, fracasos, violencias… (que quizá no queríamos ver). Escuchamos, como escuchaba el pueblo de Israel, en medio de una Jerusalén destruida, de un mundo roto, como deja ver el primer capítulo de la encíclica Fratteli tutti. Nos damos cuenta, por más que el leccionario haya suprimido estos versículos del profeta, que nuestra carne y nuestras relaciones y nuestros mundos son frágiles, fugaces como la hierba del campo.

Pero se abre un camino en la estepa, invisible en medio de esta tierra tan llena de pobreza y violencia. Invisible como cuando escuchaban a Juan Bautista y solo veían un hombre envuelto en pobreza que invita a comenzar a andar y confiar: “Viene el que puede más”.

Entretanto Cristo, que ha escuchado desde siempre el deseo de Dios Padre, dice: “Aquí estoy, envíame”. Y se abre camino en las entrañas oscuras de la carne para gritar con ternura lo que Pedro nos recuerda: “Aunque el cielo desaparezca con estrépito y se consuma la tierra con todas sus obras se alzará una nueva creación donde habite la justicia”. Pero aún no se ve, este Cristo divino aún está en nuestra entraña pidiéndonos paso para llenarnos de la gloria de Dios con su propia vida. Y nosotros hemos de abrir el oído a este susurro divino que puede bautizarnos con su Espíritu de amor; abrir el oído y ponernos en camino.


Pintura de Corinne Vogaesch, Palabra de luz.

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