REFLEXIÓN PARA DOMINGO IV DEL TIEMPO ORDINARIO (Dt 18, 15–20; Sal 94; 1Cor 7, 32-35; Mc 1, 21-28)

Cuando Dios hizo experimentar su presencia viva al profeta Isaías este sintió que la muerte se apoderaba de él. Ante la santidad de Dios comprendió hasta qué punto era pequeño e indigno, y sus palabras torpes e inadecuadas para pronunciar su nombre. Lo mismo sintieron en el monte Sinaí los israelitas, según leemos en la lectura del Deuteronomio. Intentando liberarnos de sentimientos insanos de culpa, algo que necesitábamos, quizá hayamos olvidado algo importante: que la santidad de Dios es como un fuego de vida ante la que todo lo impuro es aniquilado. ¿Qué sería si no eso que llamamos cielo si el mal siguiera campando a sus anchas riéndose, como hace siempre, del amor y la misericordia de Dios en su misma casa? La presencia verdadera de Dios genera siempre un miedo casi idéntico a su fuerza de atracción. Quizá no cuando percibimos solo sus palabras y sus gestos (que son las que nos atraen), sino cuando estos quieren hacernos suyos del todo, cuando quieren convertirnos en part...