REFLEXIÓN PARA DOMINGO DEL BAUTISMO DEL SEÑOR (Isaías 42,1-4.6-7; Sal 28, 1-10; Hch 10, 34-38; Mc 1, 7-11)
El libro del
Génesis afirma que la tierra se había llenado de maldad y se ahogaba en su propia
violencia. Este es el sentido del diluvio. Esto lo han sentido los hombres de
todos los tiempos (como muestra, por ejemplo, la oración del salmo 69). El mar
caudaloso que traga a los hombres se ha convertido en la Escritura en un
símbolo del mal que se ha pegado en nuestro corazón y que nos ciega, nos
enfrenta a los demás y a nosotros mismos, que nos separa de Dios y de la vida
buena que él ha creado para nosotros. Ya no nacemos en el paraíso, nunca lo
hemos hecho. Nacemos en una especie de waterworld,
por utilizar un símil cinematográfico.
Parecería que
todo se ha perdido, a veces leemos así el relato del diluvio, pero Dios
encuentra una forma de recuperar a los heridos por el pecado, y construye un
arca donde recoger lo que queda de nuestra herida humanidad y recrear nuestra
vida (“el pábilo vacilante no lo apagará, la caña cascada no la quebrará”). El
bautismo de Jesús recoge esta idea y afirma que el Hijo de Dios, el justo en el
que Dios se complace, nace en medio de las aguas del pecado, para recoger en el
arca de su vida a los que no consiguen andar sobre las aguas. Y sabemos que
esto no lo consigue hacer ni siquiera Pedro. Una paloma se asoma en el
horizonte, diciendo que ahora hay tierra firme donde caminar.
Hoy se nos
invita a contemplar: “Mirad a mi siervo, al hijo amado que surge en medio de
las aguas”, que ahora recorre los caminos de este mundo herido, de nuestro
corazón confundido, ciego. Una paloma nos trae el mensaje de que ahora sí hay
tierra firme donde crear una vida nueva, que merezca la pena.
Alegrémonos, pues. "El Señor se sienta por encima del las aguas torrenciales. El señor bendice a su pueblo con la paz".
Imagen de Otar Imerlishvili
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