LA CÓLERA DE DIOS Y LA NUESTRA
Hay determinados discursos sobre Dios que suavizan tanto su forma de
ser que parecería que su amor “no siente ni padece” el mal que nos afecta. De
aquí se siguen discursos espirituales que llaman a la serenidad, a la paciencia
frente al mal que realmente no son cristianos porque en el fondo describen un
amor impasible, que se sitúa por encima del bien y del mal. Y este no es el
amor de Dios que se alza siempre, dolido en su corazón, en defensa del
humillado.
Creo que esto quería decirme un amigo con un comentario a mi anterior
reflexión sobre las formas cristianas. La verdad es que si a uno no le repugna
el mal, si no suscita en él sentimientos de desolación, si no le hace gritar,
si no le impulsa a arremeter contra sus fundamentos… quizá haya perdido su
sensibilidad cristiana. Cuando la Escritura habla de la cólera de Dios se
refiere a esto, al ardor de su santidad cuando su amor por la humanidad tiene
que soportar la injusticia. No se trata del dolor por sus ideas rechazadas, del
dolor de su “ego”, sino el dolor de su amor que se levanta para hacer saber que
sólo él es el juez último y que solo la vida arraigada en su propio amor se
sostendrá finalmente.
Nosotros no la experimentamos como Dios, porque solo Él es santo, en nosotros esta cólera está mezcladas con otras cosas, pero aun así es un sentimiento divino que si lo escuchamos bien nos llama a participar de su acción, es decir, de la denuncia de las situaciones injustas y del cuidado de los humillados y maltratados. Si nos mueve de esta forma cumple su misión, si solo nos hace juzgar y criticar a los demás o a actuar con las mismas armas que el mal termina por convertirse en la cólera del diablo.
Como cristianos sabemos que, como en otros temas, sólo aprendemos a
reconocer y manejar esta cólera que encontramos en nuestro corazón en la
escuela de Jesús, el Mesías de Dios.
Pintura de Philipe Mantofa
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