REFLEXIÓN PARA DOMINGO I DE CUARESMA (Gn 9,8-15; Sal 24, 4-9; 1Pe 3,18-22; Mc 1, 12-15)
¿Qué puede significar la afirmación que hace Dios en la primera
lectura cuando dice: “el diluvio no volverá a destruir la vida, ni habrá otro
diluvio que devaste la tierra”, a la luz de tantas catástrofes que han afligido
a la humanidad, a la luz de tantas realidades que nos rodean y nos habitan y
que nos hacen sentir como espíritus encadenados, como afirma la segunda
lectura? ¿Qué decir cuando nos sentimos anegados por la enfermedad, la
injusticia o nuestro propio pecado?
No es extraño que los susurros de la desesperanza nos conduzcan a
la depresión o a la prepotencia, a arrojar la toalla o a intentar sostener la
vida a manotazos. Es esta situación la que vive Jesús con nosotros a lo largo
de su vida y se representa en las tentaciones. El mar tempestuoso de la vida
que nos anega aparece descrito en el evangelio como vida en el desierto rodeada
de fieras dispuestas a tragarle a él como tragan todo. Pero Cristo se alza
sobre ellas convencido de que la promesa de Dios sobre él es más fuerte. Es
este Cristo que no se ha dejado seducir por las voces de la desesperanza en
medio de sus dolores, y que ha sido resucitado, el que nos invita a vivir
nuestras cuaresmas, aquellos momentos donde parece que la muerte y el pecado tiene
la última palabra, con confianza: “Creed en el evangelio. Sabed que la vida de
Dios será fiel a su promesa”.
El Jesús que se sobrepone a las tentaciones del desierto es el
mismo que se mostrará andando sobre las aguas (del diluvio) en otros pasajes. Sabiéndole
ya resucitado, sabiendo que su Espíritu habita nuestros corazones, podemos
recitar con él, también en el camino de nuestras cuaresmas, el salmo 124, con
la confianza de que se convertirá un día en un salmo de gloria eternamente
cumplido.
Si el Señor no hubiera estado de
nuestra parte, cuando nos asaltaba el mundo, nos habría tragado vivos: tanto
ardía su furor contra nosotros. Nos habrían arrollado las aguas, llegándonos el
torrente hasta el cuello; nos habrían llegado hasta el cuello las aguas
espumantes. Bendito el Señor, que no nos entregó como presa de la muerte; hemos
salvado la vida, como un pájaro de la trampa del cazador: la trampa se rompió,
y escapamos. Nuestro auxilio es el nombre del Señor, que hizo el cielo y la
tierra.
Pintura de Brian Whelan
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