REFLEXIÓN PARA DOMINGO DE RAMOS (Mc 11, 1-10 // Is 50, 4-7; Sal 21, 8-24; Fil 2, 6-11; Mc 14, 1–15, 47)
Hay un conjunto de salmos que se denominan “Cantos de subidas”, que son las oraciones de alegría y alabanza que cantaban los peregrinos al iniciar el último tramo para entrar en Jerusalén o al recordar que en Jerusalén estaba Dios mismos como presencia protectora a la que podían acudir (“Qué alegría cuando me dijeron…”, por ejemplo). Sin embargo, hoy cuando los discípulos que acompañan alegres a Jesús en su entrada en Jerusalén entonan estos cantos, a nosotros se nos invita a meditar el salmo 21: “Dios mío, ¿por qué me has abandonado?” No se trata de un salmo de subida hacia Dios sino de bajada al abismo, no de peregrinación a las fuentes de la vida, sino de abandono en las tinieblas del fracaso, del odio y de la muerte. Hoy este salmo lo escuchamos en la boca de Jesús en el momento de su muerte y en su corazón mientras sube a Jerusalén.
¿Por qué, para qué esta subida, que es una caída en el abismo? La
primera lectura del profeta Isaías nos da la clave: “para saber decir una
palabra de aliento al abatido”. Solo para esto. Jesús entró en los dominios de
la mentira, del fracaso, de la injusticia, del abandono y el desprecio, de la
impotencia, “sin echarse atrás ni revelarse” solo para que los que viven allí
sepan que no están olvidados, que sus gritos de angustia, que también pronunciará
Jesús, están en el mismo corazón de Dios, y para que escuchemos lo que no se
escucha nunca del todo en el mundo: el sonido de la resurrección que Dios está
preparando en el mismo cuerpo de la humanidad sufriente.
En la segunda lectura, Pablo confiesa que este que bajó al abismo
de la muerte en cruz ha sido levantado a la gloria de Dios. Por eso los
cristianos confesamos que hay futuro también para los que aquí no lo tienen y
que nuestro futuro depende en gran medida de dejar que “Dios nos abra el oído
cada mañana” para que escuchemos su palabra de amor y los gritos de los que
sufren por desamor.
Pintura de Oleksandr Antonyuk
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