REFLEXIÓN PARA DOMINGO III DE CUARESMA (Ex 20,1-17; Sal 18,8-11; 1Cor 1,22-25; Jn 2,13-25)
¿Cómo acercarse a Dios, desde dónde? ¿Cómo abrir las puertas a su
gracia, dónde hacerlo? Esta es la cuestión que nos plantea el evangelio de hoy.
Una afirmación parece imponerse: incluso si muchos templos, con
sus ritos correspondientes, han ayudados a la humanidad a acercarse a Él todos
son relativos, perecederos, e incluso llegan a ser inútiles y perjudiciales
cuando nos atamos a ellos como si fueran absolutos.
Es Jesús el verdadero templo acogedor, vivo, inmortal. Él es el
espacio sagrado por excelencia donde Dios nos visita y es desde él desde donde
nosotros podemos abrirnos a la vida que Dios nos da. Contra él chocan todas las
devociones y sentimientos piadosos que nacen de nuestra historia de fe y que
habitualmente tienden a asegurar nuestra vida y darle una forma religiosa ‘a
nuestra medida’. Frente a él sucumben todos nuestros templos cuya belleza y
riquezas suelen estar hechas más a nuestra medida y para nuestra gloria que a
la media y gloria de Dios.
Es la vida de Jesús el templo donde hemos de entrar, y sus formas
(sentimientos y pensamientos) los ritos que tenemos que vestir. Él es el único
templo en el que puede entrar todo el mundo pues está hecho de 'carne de
nuestra carne' para que todos reconozcamos la cercanía íntima de Dios previa a
todo mérito o adjetivación de lo humano. Él es el único sacerdote que puede
hacernos a todos sacerdotes ya que solo necesitamos la propia vida para ofrecer,
con él, el mundo a Dios. Él es la única ofrenda y sacrificio puros que pueden
hacernos a todos ofrenda agradable si, con él, damos a la vida la forma del
amor, aunque sea torpemente.
Así las cosas, si no queremos que nuestra religiosidad nos engañe
y finalmente se derrumbe por estar construida por nuestros deseos y vanidades,
hemos de preguntarnos sin engaños (por otra parte, tan escondidos) si nuestros
gestos religiosos (desde la devoción a un santo hasta nuestras oraciones, desde
la participación en una procesión hasta la forma de vestirnos con los ropajes
litúrgicos) nos están ayudando a vivir en
Cristo. Esto es lo que celebramos en la eucaristía, a lo que nos invita
Cristo en ella, y sin ello incluso nuestras misas puede convertirse en un
templo que Dios destruirá.
Pintura de Olesya Soboleva
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