REFLEXIÓN PARA DOMINGO IV DE CUARESMA (2Cro 36,14-16.19-23; Sal 136,1-6; Ef 2, 4-10; Jn 3,14-21)

No sé si se puede encontrar a alguien que no tenga miedo a que lo juzguen, lo cual es lo mismo, en su propia conciencia, a que lo condenen. Este miedo nos habita no solo cuando sabemos que hemos hecho algo que está mal, sino también cuando lo que hacemos está expuesto a ser valorado o juzgado como insignificante, estúpido o fuera de lugar.

No sabemos muy bien de dónde nos viene este miedo que nos viste internamente y que tanto dificulta nuestras relaciones. Tiene su nido en esa necesidad que todos tenemos de ser acogidos y que no se realiza de manera natural, instintiva, entre nosotros, sino que requiere del impulso del querer, de la libertad y la voluntad del otro. Esto nos hace estar siempre como equilibristas en una cuerda floja, a veces inclinados presuntuosamente hacia un lado aparentando que no necesitamos a nadie, y otras, desesperados, hacia el otro con la conciencia de ser abandonados por aquellos a los que necesitamos. Esta es una de las formas en las que el pecado no nos deja vivir, haciéndonos sospechar que no estamos a la altura de la mirada que recibimos de los demás y elevando nuestra mirada de forma que humille a aquel al que se dirige.

La palabra de Dios de este domingo de cuaresma señala un lugar donde el juicio se difumina porque la libertad y la voluntad de amor de Dios hacia nosotros se declara irrevocable, justo en el momento donde parece que tendría derecho a darnos la espalda. Así aparece en la primera lectura y así queda manifiesto, radicalmente, en el evangelio.  Y así lo afirma el autor de la carta a los efesios en la segunda lectura: “Dios, rico en misericordia, por el gran amor con que nos amó, estando nosotros muertos por los pecados, nos ha hecho revivir con Cristo; nos ha sentado en el cielo con él como se verá en los tiempos venideros”.

La cuaresma nos invita a mirar nuestra pequeñez y nuestro pecado no para agravar el sentimiento de miedo que nos habita. Al contrario, para que, al contacto con la mirada de Dios sobre ellos, seamos purificados y encontremos el centro de nuestra vida, el valor que Dios puso en ella cuando nos creó en el mismo corazón de su Hijo para que compartiéramos el amor con que le amaba eternamente.


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