HOMILÍA PASCUAL
Tantas veces quisimos envolverte, Cristo,
con nuestros perfumes.
Tantas veces quisimos honrarte,
como nuestro invitado de honor,
tantas acogerte, acompañarte, ayudarte,
que olvidamos que era a tu lado,
no al nuestro,
donde el mundo se tornaba primavera,
y nuestra vida florecía,
y nuestras fuerzas se vestían
con la gracia de la vida.
Tantas veces quisimos acogerte, Cristo,
como a un niño, y cuidarte
y enseñarte lo que tenías qué hacer
y qué decir,
que olvidamos que solo tú eras el Maestro y el Señor,
que solo en ti
las palabras encontraban su verdad
y los gestos se vestían de divinidad.
Te habíamos encerrado en nuestro mundo,
sometido a nuestro mundo, a ti libertad viva
que solo descansas en el ancho corazón de Dios.
Y ahora nos sentíamos huérfanos de hijo,
y queríamos resucitar tu cadáver
con perfumes artificiales
que ocultaban nuestro propio olor a muerte sin ti.
Y escuchamos:
No está aquí,
donde tantas veces lo habéis puesto
encerrándolo en vuestra vida mortal,
en vuestras glorias fugaces.
No está aquí,
que una copia momificada
de vuestras vidas miedosas,
de vuestros deseos de poder y relevancia.
Temblamos y huimos
cuando vimos que no eras lo que creíamos;
nos escondimos miedosos, cuando contemplamos
que no te alzabas imponente
Temblamos y huimos y nos escondimos
como si nunca hubiéramos sido tus amigos.
¡Tanto tiempo contigo y aún no te comprendíamos!
Hasta el joven ángel que nos acompañó
desde el principio
perdió en Getsemaní
su halo divino a manos de los poderes
de este mundo;
y solo después revestido nuevamente
por la luminosa fuerza de Dios
se sentó en las ruinas de este mundo vacío
para decir:
No está aquí. No era este su lugar. Mirad.
¿Dónde estás pues?,
nos preguntamos temblorosos,
asustados, pues solo conocemos este mundo,
que ahora contemplamos vacío
si tú no estás.
Y escuchamos: Volved
a Galilea,
donde estuvo, donde está, donde estará siempre.
Volved a la escondida fuente de la vida,
al rostro humilde del amor,
a la siembra eterna de la vida dada.
Volved y contemplad, también en Jerusalén,
la flor de harina nueva
que se hace eterno pan de vida.
¡Ay!, difícil parto,
temida operación cardiovascular
que nos deja muertos
por un instante
antes de llenarnos nuevamente
ahora de tu vida eterna.
Y pedimos al joven ángel que,
como nosotros,
perdió la voz en Getsemaní
y la recobró gloriosa
revoloteando humilde en el corazón de Dios;
al joven ángel que nos espera
en cada recodo de este mundo
convertido en una tumba,
que aliente nuestro corazón,
tan asustado
ahora que hemos venido a ser tan poco.
Que ponga en nuestra boca y nuestros gestos
el canto humilde de tu afecto inmortal,
de tu amor resucitado,
del eterno fragor escondido de las aguas
que dan al
hombre la fuerza que resucita.
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