FESTIVIDAD DE LA SANTÍSIMA TRINIDAD (Dt 4,32-34.39-40; Sal 32; Rm 8,14-17; Mt 28,16-20)

Acababa de nacer y ya en el primer paso se dio cuenta de que vivía no solo en el aquí y ahora, sino llamado por una inmensidad infinita de la que apenas si veía el horizonte. Si bien a lo largo del curso de su camino se dio cuenta de que no pocas veces andaba en círculos, algo le decía que allí en el horizonte estaba su hogar, su descanso, estaba un abrazo donde su ser más íntimo se encontraría consigo mismo. Y en un momento determinado le dio por hablar con ese horizonte e incluso creía atisbar señales de que también este horizonte le buscaba. 

Además, cuando fatigado prestaba atención al latido de su propio corazón sentía más allá de su movimiento una fuerza que no lo dejaba descansar y que estaba fuera de su control. Un aliento del que se nutría sin que tuviera que hacer nada. Que le devolvía de continuo a la línea del horizonte como destino de sus pasos. Un aliento que, de cuando en cuanto, le hablaba sin palabras invitándolo a no desistir cuando le cegaba su propia pequeñez, su miedo al abismo de un futuro que no podía dominar por más que le atrajera. Y por momentos se sintió como un pequeño cordero que obedecía al silbo del pastor.

Un día alguien se le unió por el camino y le preguntó dónde iba y, por debajo de la conversación torpe que mantuvieron, se sorprendió de la amistad que, sin motivo, parecía ofrecerle el compañero de camino, de la escucha afable que le brindaba, de la corrección cordial, que apenas notaba, de sus salidas de tono. Y no quiso dejarlo marchar y le invitó a compartir el pequeño refrigerio que había preparado para esa tarde: un par de sardinas escabechadas y un poco de pan. Y al sentarse y sentir con agradecimiento el sabor de la comida compartida se le abrieron los ojos y vio a una muchedumbre de hombres sentados con él en un mismo cuerpo: Peregrinos del Horizonte, rebaño bajo el Silbo de un Pastor, y su alma conmocionada sonrió.

Y desde entonces se supo abrazado, incluso en los días en que, perdido, solo sabía llorar. Y decidió que a partir de entonces crearía una palabra para no olvidarse de quien era, y desde lo más profundo de su corazón la pronunció: Mi Dios, mi Trinidad de amor en quien vivo. 


Pintura de ARCABAS, Trinidad.

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