REFLEXIÓN PARA DOMINGO V DE PASCUA (Hch 9, 26-31; Sal 21, 26b-32; 1Jn 3, 18-24; Jn 15, 1-8)
Nuestra vida posee el mismo ritmo de la naturaleza, estamos
constituidos por estaciones. Entre ellas es fácil que haya alguna especialmente
fecunda de forma que aparecemos en el mundo como rebosantes árboles frutales o
espléndidos almendros en flor. En esos momentos tomamos una conciencia especial
de nuestro valor. En la vida de fe esto sucede en todas las vocaciones y de
muchas maneras. Son momentos de gozo.
Pero las estaciones pasan y la mayor parte del tiempo transcurre en
periodos que sentimos como insustanciales, oscuros, monótonos, inútiles. En
ellos existe la tentación de aferrarnos a nuestra gloria pasada negando la
densidad y el valor del presente que vivimos. Es fácil verlo en nuestras
opciones pastorales, que suelen tener un momento de gloria para terminar
formando parte de una historia de momentos relativos, valiosos en su día, pero
no absolutos. O en la misma vida matrimonial… ¡Cuántas críticas, cuántos
enfrentamientos y también cuánta tristeza y melancolía, cuánto cinismo por aferrarnos
a los momentos de exuberancia!
Sin embargo, el evangelio de hoy nos llama a dar fruto para gloria
del Padre no a atarnos a nuestras glorias. Eso significa dejar a Dios podar las
ramas que fueron fecundas, dejar que él las guarde, mientras nosotros seguimos
alimentándonos de su savia, de su evangelio, en el monótono ritmo de la vida
cotidiana. Vivir unidos a él en tiempos de floración y en caída de hojas y
desnudez invernal, en reconocimientos y en olvidos, en las grandes acciones y
en las pequeñas ritualidades cotidianas. De esta manera, como nos enseña el
evangelista Juan, la transfiguración deja de ser un momento del camino y se
convierte en un halo que envuelve la vida entera, haciendo luminoso incluso el
sufrimiento y la cruz.
Seguramente no es algo distinto la invitación a vivir como
resucitados que nos hace la Pascua.
Cruz pintada, de Sieder Köder
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