REFLEXIÓN PARA DOMINGO VI DE PASCUA (Hch 10, 25-26. 34-35. 44-48; Sal 97, 1-4; 1Jn 4, 7-10; Jn 15, 9-17)


Realmente no sabemos cómo será posible que Dios salve al mundo. No basta pensar ingenuamente que nos va a llevar al cielo. ¡Son tantos los enredos que arrastramos!, ¡tanto lo que en nuestra pequeña vida como en nuestra gran historia interrumpe la viabilidad de una comunión plena de los seres humanos!, ¡tanto el peso del mal que atraviesa los corazones, los encuentros y también las leyes!

Es verdad que sabemos que Dios no parará hasta hacerlo, que ha sellado su compromiso en la encarnación de su Hijo, en especial en su muerte y resurrección, pero aun así no es fácil vivir de esta salvación en esperanza. Es más fácil dejar que anide en nuestro corazón aquella frase del Tenorio: ¡Largo me lo fiais…!, y dejarnos llevar por una vida de intereses a corto plazo y una religión de consuelos egoístas.

Sin embargo, el Señor nos llama, en medio de este brote de oscuridad que intenta convencer a nuestro corazón, a nacer de nuevo y de continuo, como hizo con Nicodemo. Abrir los ojos a sus trabajos de amor que van recuperando lo que nosotros creemos perdido. Pedro que vio cómo Jesús acogía a niños, mujeres, leprosos, pecadores… aún se sorprendió al ver al Espíritu de Dios abrazar a Cornelio y a su familia de gentiles… ¡Qué difícil y qué lento es nacer a la vida de hijos de Dios!

A nosotros, a los que Jesús nos ha hecho sus amigos abriéndonos del todo su corazón, se nos pide este nacimiento continuo a su amor. Un nacimiento que comienza por creer que para el amor de Dios nada es imposible y nada está perdido, y se concreta luego en luchar contra todo lo que en nuestro corazón y en nuestra vida nos separa de los demás.

Pedro dio testimonio de este nuevo nacimiento frente a los que todavía dudaban en acoger a los gentiles. Quizá debamos mirar a aquellos que acogen a los que todavía no son aceptables para nuestro corazón, y ver en ellos un signo de Dios que nos llama a seguir naciendo como hijos verdaderos de sus entrañas.


Pintura de Keith Haring

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