EN LA FIESTA DEL CORPUS CHRISTI (Ex 24, 3-8; Sal 115, 12-18; Hb 9, 11-15; Mc 14, 12-16. 22-26)

Algunas personas quedan inscritas en la historia por alguna palabra que dijeron o por algún hecho en el que su vida dio de sí de una manera especial. En el caso de Jesús, su vida ha quedado inscrita en la historia no solo por una palabra entre otras o un hecho entre otros, sino con un gesto (una sencilla acción envuelta con breves palabras) que sintetizó toda su historia. Todo está ahí, no es una parte de lo que hizo o de lo que dijo, sino todo lo que él es sintetizado. Y por eso para sus seguidores es ahí donde se le encuentra, donde está su espíritu y su presencia, su aliento y su enseñanza: “Tomó pan, dio gracias, y lo ofreció a todos diciendo: «esto es mi cuerpo». Tomo la copa de vino, dio gracias, y la ofreció como alianza eterna con todos: «esta es mi sangre»”.

En torno a este gesto divino, inscrito en la historia para siempre, los creyentes nos reunimos, como afirma el salmo 115 que proclamamos hoy, para configurar nuestra vida en torno a tres acciones.

La primera el asombro ante el gesto: “¿Cómo pagaré al Señor el bien que me ha hecho?”. Tú, Señor, has querido compartir tu vida conmigo, con nosotros, para siempre, por siempre, sin importarte tener que perderte por un instante agónico en el abismo de nuestra nada. Ya nunca estaré solo, ni abandonado, ni perdido, por más que camine por el valle de las sombras.

La segunda la gratitud: “Te ofreceré un sacrificio de alabanza”. ¿Qué podríamos ofrecer al Señor sino una palabra humilde de acción de gracias? ¿No es nuestro sacrificio la humildad de reconocer que hemos recibido todo de Cristo? Nuestro sacrificio principal es la alabanza ante la contemplación de que hemos sido dados a nosotros mismos en unas manos que ofrecen su carne eterna como vida para nuestra vida. 

La tercera el compromiso de vivir como él: “Cumpliré al Señor mis votos en presencia del pueblo”. Porque Cristo nos da su vida para que la vivamos, para que sea nuestra, para que haga de nosotros un solo cuerpo de comunión. Por eso, la contemplación y la acción de gracias eucarística culminan en una vida sacramental en el mundo, es decir, culminan cuando hacen de nosotros presencia del Cristo vivo, compasivo y solidario con los demás.

Los cristianos hemos de tener cuidado de cómo vestimos este gesto de Jesús en nuestras celebraciones para que no le pase a Jesús lo que a David cuando Saúl le puso su armadura: que apenas podía moverse. Despertemos pues a una eucaristía desnuda, bella en su simplicidad, fiesta viva de vida nueva.


Pintura de Perna López, Partió el pan.

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