DOMINGO XIV DEL TIEMPO ORDINARIO. CICLO B (Ez 2, 2-5; 23-24; Sal 122, 1-4; 2Cor 12, 7-10; Mc 6, 1-6)

No hace falta un alto grado de observación para darse cuenta de que estamos bastante perdidos, de que nuestra sociedad está vagando como un barco en altamar que no solo ha perdido el sentido de la dirección, sino que, además, parece no darse cuenta de ello y vive como si no tuviera que ir a ninguna parte. Si vale una imagen, podríamos pensar en aquellos adolescentes de la película Tiburón que navegan encima del peligro ensimismados y dejándose llevar en su despreocupación hacia el desastre, por más que han sido avisados. 

Quizá esto es lo que viera Jesús cuando se admiraba de la falta de fe de sus paisanos que, reconociendo su sabiduría, no se dejaban guiar, y por eso no eran capaces de recibir nada de lo que podía ofrecerles. Quizá siga admirándose hoy en día de nuestra sociedad y de los cristianos que vivimos en ella ya que parece que somos incapaces de dar a la vida ese tono de responsabilidad alegre y confiada que nace de sabernos en buenas manos y, a la vez, llamados a dar a la vida un sabor a gracia, que siempre es costoso, pero que la salva de su mediocridad y evita que tenga que esconderse detrás de un ritmo frenético de actividades o de una búsqueda obsesiva de sensaciones de poder, placer o reconocimiento.

A los cristianos se nos invita a convertirnos en profetas de la mano de Jesús y recorrer el camino de la vida verdadera, una vida que marca él mismo con sus palabras y acciones. Se nos invita a vivir la propia existencia con confianza y riesgo, con serenidad y preocupación por los demás. Se nos invita a dejar el humilde rastro de una vida honesta, a pesar de la espina de pecado que llevamos en nosotros mismos, para que esta generación, si despierta y cuando lo haga, pueda encontrar en nosotros la llamada de un Dios tan exigente como compasivo, tan paciente como radical, tan cercano y concreto como inmenso en su eternidad de vida.

Y no sería bueno que los cristianos, frente a esta llamada confiada que nos dirige Dios de continuo, le hiciéramos admirarse de nuestra falta de fe.  


Pintura de Jorge Coco Santángelo

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