UN DIOS EXTRAÑO, INCÓMODO, SALVADOR
Leo en un artículo de opinión que quizá el Dios de Jesucristo defraude
a los bien situados que buscan en él respaldo y apoyo para su poder, su dinero
y su posición, porque al final les invita a afrontar el camino de la cruz donde
todo se pierde, donde él mismo parece perderlo todo. ¿Para qué seguirlo
entonces? Pero el Dios de Jesucristo quizá también defraude a los que no tienen
mucho sitio en el mundo agobiados por la enfermedad, la indiferencia y el peso
de una vida humillada, pues no es claro que vayan a liberarse de todo aquello
que les oprime y les quita las ganas de vivir.
Un lector o lectora anónimo apostillaba una de mis últimas reflexiones
sobre las lecturas del domingo con las siguientes palabras: “Ya, fácil decirlo.
No dejarnos arrastrar por el caos.... Vivir en Cristo es complicado, no??”; y
no puedo dejar de reconocer que tiene razón, que Dios parece exigir más de lo
que pueden dar de sí nuestras fuerzas. ¿Se presentará ante nosotros, entonces,
para crear en nosotros una conciencia de pequeñez insuperable o un complejo de
culpabilidad por no estar a la altura de sus peticiones?
Jesús mismo dice a sus discípulos sobre el seguimiento: “¿Qué rey, si
va a dar la batalla a otro rey, no se sienta primero a deliberar si con diez
mil hombres podrá salir al paso del que lo ataca con veinte mil?” Una frase que
no parece animar mucho a ponerse tras sus huellas.
Y, sin embargo, cuando contemplamos a los que, con verdad, se dejan
habitar por él, ¿no vemos que irradian serenidad en medio de las debilidades,
fortaleza en medio de sus dificultades, riqueza de vida para todos incluso en
su pobreza? Además ¿no nos notamos más vivos, más libres, más nosotros mismos
cuando nos dejamos llevar, a pesar de todo, por las palabras del evangelio, por
la vida de Cristo? ¿No encontramos paz en medio de nuestra pobreza, de nuestra
torpeza, de nuestro pecado? ¿No encontramos una misericordia que apenas crece
en el mundo?
Un Dios extraño este que, en apariencia, se presenta inútil para la
vida concreta y, aun así, es capaz de darle su verdadero sabor. ¿No es este
Dios la verdadera sal de la vida que nos hace sal del mundo? Pero, “si la sal
se vuelve sosa, ¿con qué la salarán?”. Frente a esto solo cabe esperar que el
que tenga oídos para oír su voz, la escuche.
Pintura de Janet Wayte.
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