CUENTO PARA LA FIESTA DE LA ASUNCIÓN DE MARÍA

Ahora que se había jubilado, Rufo se sumaba todas las mañanas al rezo del Ángelus con su mujer. Nunca había sido de muchas oraciones y no pocas veces se le iba el santo al cielo mientras las repetía. Y así fue que aquel martes cuando su mujer dijo: El ángel del Señor anunció a María, él vio cómo una mujer mayor salía de una pequeña casa después de haber desayunado un poco de pan y unas aceitunas con el que parecía ser su hijo. 

- ¿Dónde vas? –le preguntó este.

- No sé, Juan, a dar un paseo –respondió mirándole con afecto y gratitud.

Era de mañana y todo Éfeso parecía dormir aún. Aunque a María le parecía que, incluso en pleno bullicio, la gente de esa ciudad estaba dormida. Tomó la calzada romana rumbo a las afueras y como a dos estadios se encontró con Lidia que volvía en su carruaje de la villa donde había pasado el último mes.

- Buenos días, María. ¿Dónde vas tan pronto? (Las dos mujeres se conocían de las reuniones dominicales para las que esta última prestaba su casa).

- No sé, he sentido un impulso que me ha sacado de casa.

Lidia, que era un poco bromista, dijo:

- Ten cuidado, quizá te esté llamando un ángel.

- Quizá –dijo tranquila María. Porque ella ya había tratado con ángeles y sabía que no son peligrosos, a lo sumo un poco pesados si no les sigues la corriente.

- Aprovecharé para rezar un poco –terminó. También tú estarás en mi oración.

 - Gracias. ¿Y cómo no te has puesto un traje más solemne para hablar con Dios? –continuó con la broma.

- No sé. Seguramente de esa manera atraería más a envidiosos y ladrones que al mismo Dios.

- Bueno, al menos habrás preparado una oración bonita para que no te vea titubear como cuando te pones nerviosa.

- No, Él sabe cómo soy ¿para qué disimular?

- Buen encuentro, pues –se despidió Lidia y siguió su camino.

Apenas había avanzado unos pasos el carruaje, cuando Lidia oyó un silencio atronador y la luz de la mañana atravesó su alma. Mandó parar el carruaje y asomándose a la ventana intentó ver donde estaba María. Al no verla, bajó rápida del carruaje y corrió hacia el lugar donde la había dejado. Allí, en una de las losas de la calzada, vio lo que le parecieron unos garabatos tallados.

Se agachó, pero aun así no distinguía su significado. Entonces, se sentó en el suelo y con el dedo fue siguiendo la forma de los signos. Y solo entonces comprendió y comenzó a agradecer haberse decidido a dejar su casa a esta gente tan pequeña.

Las letras decían: “Él hace proezas con su brazo / dispersa a los soberbios de corazón / derriba del trono a los poderosos / y enaltece a los humildes”.  

Por entonces, la mujer de Rufo le había dado un codazo para que volviera en sí y terminara la oración:

- Ruega por nosotros Santa Madre de Dios para que seamos dignos de alcanzar las promesas de nuestro señor Jesucristo.

- Pero qué dices ahora –dijo su mujer–, estamos en el Ángelus.

Pero Rufo se encogió de hombros y sonrió.



Pintura de Stephen B. Whatley, La asunción de María

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