DOMINGO XXII DEL TIEMPO ORDINARIO. CICLO B (Dt 4, 1-2. 6-8; Sal 14, 2-5; Sant 1, 17-18. 21b-22. 27; Mc 7, 1-8a. 14-15. 21-23)

“¿Por qué tus discípulos comen el pan con las manos impuras?”, le preguntan a Jesús. ¿Por qué lo hacemos? ¿O es que ya hemos dejado de hacerlo y hemos vuelto a ritos para escondernos de nosotros mismos viviendo ante Dios de apariencias?

Nunca ha sabido el ser humano presentarse ante Dios y ante los demás tal y como era. Ya nuestros padres Adán y Eva se dirigieron al Señor escondiéndose bajo unas frondosas ramas. Y, aunque ya entonces quedó claro que no hay quien esconda la debilidad de la carne y sus debilidades ante Dios, no hemos dejado de intentarlo, revistiéndonos con ritos tramposos.

Podemos dar apariencia de gloria a nuestra presencia, pero no podemos arrancar de la impureza de nuestro ser. Somos impuros por imperfectos e impuros por propensión al mal. Y hemos de reconocerlo si queremos tener relaciones verdaderas con los demás, pues de lo contrario siempre viviremos escondiéndonos de los demás, de nosotros mismos y del mismo Dios, que es el que nos puede revestir con la pureza de su amor. Amor a lo pequeño, a lo frágil, a lo débil, a lo torpe, a lo manchado, a lo deformado… Amor que transfigura haciendo participar la pequeñez y torpeza de nuestro ser de su vida y ofreciéndonos la posibilidad de sobreabundar sobre ellas con su propio Espíritu.

Por eso es importante que aceptemos los mandatos del Señor sin convertirlos en piedras de juicio contra nosotros, pues Dios nos ha ofrecido sus leyes no para condenarnos, sino para darnos un horizonte de vida. Mientras caminamos, sin embargo, podemos comprobar hasta qué punto no estamos a la altura, pero entonces Jesús mismo, sin remilgos puristas, nos invita a comer su pan con las manos impuras. Solo hemos de aceptarlo con gratitud y poner esa misma mesa de misericordia para los demás y la ley, en especial la ley del amor (la fundamental), irá vistiendo de gloria nuestra impureza.


Pintura de Otto Dix, Última cena

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