DOMINGO XXV DEL TIEMPO ORDINARIO. CICLO B (Sab 2,12.17-20; Sal 53,3-8; Sant 3,16–4,3; Mc 9,30-37)

En aquel tiempo se marcharon de la montaña y atravesaban Galilea”, dice el evangelio. O lo que es lo mismo para nosotros: Dejamos nuestros encuentros religiosos con Dios y venimos a caminar por nuestros espacios de vida. Y, ¿qué pasa? Que nos encontramos con que la palabra que escuchamos al Señor tiene dificultades para mezclarse con los intereses de nuestra vida. Es este caso, el Señor habla de su camino en fidelidad cueste lo que cueste y los discípulos hablan de estrategias para alcanzar el poder sobre la realidad. Cuando esto sucede, en una u otra forma, Jesús deja de ser el Señor que guía nuestra vida y se convierte en un pequeño ‘spa’ para descansar, en el que el hilo musical no son sus palabras, sino el eco de lo que queremos oír: ‘no pasa nada’, ‘todo va a ir bien’, ‘el Señor está de tu parte’…

Pero Jesús rompe, con una pregunta y una mirada, esta inercia que tan fácilmente nos apresa: ¿De qué veníais hablando por el camino? ¿De lo que yo os decía o de vuestras cosas? Y vuelve a resonar la pregunta que les había dirigido anteriormente: “Y vosotros, ¿quién decís que soy yo?”. Y vuelven a recordar la afirmación: “El Hijo del Hombre no ha venido a ser servido, sino a servir y a dar su vida en rescate por muchos”, y vuelven a recordar una pregunta que él ahora no pronuncia en alto: ¿para qué estáis conmigo?, ¿para qué me seguís?

Es verdad que el Señor no ha venido a cargar nuestra vida con pesados fardos, pero es igualmente verdad que no ha venido a descargar nuestra vida de los trabajos de una existencia verdadera, justa, humana; tampoco si esto supone perder de camino una parte de la vida.

Hoy podríamos dar gracias por todos aquellos que, en todos los tiempos, son testigos fieles de Cristo aún al precio de una vida difícil. Dar gracias por ellos, aunque se hagan incómodos para esa parte de nuestro corazón que no quiere complicarse la vida ni siquiera cuando repite: Señor, Señor.



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