DOMINGO XXIX DEL TIEMPO ORDINARIO. CICLO B (Is 53, 10-11; Sal 32, 4-5.18-19.20.22; Heb 4, 14-16; Mc 10, 35-45)
A veces hay que abrir una herida que se ha cerrado en falso dejando
una infección dentro. Provocar un daño y poner un drenaje para que el cuerpo
expulse lo que le está haciendo daño a escondidas. Y algo de esto es lo que
sucede hoy en el evangelio.
Parecería que los discípulos ya son discípulos, que los que van con él
van con su mismo paso, que sus intereses son los mismos, pero no es así. Contemplamos
en alguno de ellos que también son discípulos de las pasiones del mundo y de
sus aspiraciones: los que van con Jesús quieren llegar no tanto a servir, sino
a tener poder sobre el mundo, aunque sea para hacer el bien, pero tener poder.
Y así su discipulado está infectado y nada es lo que parece.
Por otra parte, los otros discípulos no son siervos del juicio de Dios,
sino esclavos de sus propios juicios marcados por una rivalidad escondida. Los
que se enfadan con los que buscan el poder parecería, por la respuesta que
Jesús da a todos, que lo hacen porque también lo anhelan secretamente.
“Vosotros cuando hayáis hecho todo lo que se os ha mandado, decid:
“Somos siervos inútiles, hemos hecho lo que teníamos que hacer”», dice Jesús. Esta
es la vida del discípulo, una vida de entrega escondida o visible, pero humilde
y sabedora de que solo Dios suscita la fuerza de la semilla y le da fecundidad
futura. Es aquí donde reside la secreta alegría del discípulo que ha
comprendido y aprendido a vivir la vida del Maestro.
Mientras vamos de camino seguramente será preciso que todos nos
provoquemos una herida que drene el veneno con que nos infectan las pasiones
del mundo. Esa herida es la oración, que no siempre es fácil de sostener,
aunque es en ella donde Cristo va haciendo que nuestro discipulado termine por
ser verdadera vida en el mundo y para el mundo.
Pintura de Balage Baloch
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