DOMINGO XXVII DEL TIEMPO ORDINARIO. CICLO B (Gen 2, 18-24; Sal 127, 1-6; Heb 2, 9-11; Mc 10, 2-16)

El evangelio de hoy me hace pensar en una lucha siempre presente en la vida de la Iglesia y en la de cada uno de nosotros, la lucha entre la intransigencia y la permisividad. 

Si la intransigencia lleva al límite la búsqueda de la verdad de lo que somos y termina por ahogarnos por su falta de atención a los tiempos y a las dificultades para someter nuestra vida a lo bueno, la permisividad lleva al límite la necesidad de misericordia que necesita nuestra debilidad hasta olvidarse de que debemos alcanzar la talla de Cristo para que nuestra vida llegue a su plenitud.

No es fácil alcanzar este arte de mezclar la verdad y la paciencia que necesita cada vida humana. Por eso tantas veces desesperamos de los demás y de nosotros mismos sometiéndonos a juicios despiadados o terminamos por justificar nuestras pobreza y miserias confundiendo lo humano con la mediocridad.

Esta última tendencia es la que nuestra cultura parece haber impreso en el corazón de nuestros juicios de forma que, cuando disculpamos a los demás de sus pecados, no sabemos muy bien si representamos la misericordia de Dios o encubrimos nuestra misma mediocridad que no se quiere enfrentar a una lucha por lo bueno, como ese joven rico que no está dispuesto a avanzar más porque lo que pide Jesús le parece excesivo. Así estableceríamos un secreto pacto perverso: yo te justifico a ti y tú no me dices nada a mí.

El juicio de Jesús que coincide siempre con una llamada a acoger en nosotros la vida de Dios, apunta claramente a la verdad de lo que somos, aunque lleve en su corazón la paciencia de Dios que quiere acompañarnos, más allá de que en ciertas partes de nuestro camino le hagamos trampas a él y nos hagamos trampas a nosotros mismos.

El juicio sobre el divorcio es solo uno de tantos que hemos de afrontar en lo concreto, pero seguro que cada uno encontramos otras situaciones propias en las que pensar.


Pintura de Hazel Soan

 

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