DOMINGO XXX DEL TIEMPO ORDINARIO. CICLO B (Jer 31, 7-9; Sal 125, 1-6; Heb 5, 1-6; Mc 10, 46-52)

A lo largo de estos domingos hemos visto a Jesús caminando y a la gente poniendo excusas y obstáculos para no seguir sus huellas. Primero Pedro que le quiere convencer de no subir a Jerusalén y volver a Galilea. Luego el joven rico que le sale al paso con buena voluntad, pero se retira cuando Jesús le invita a ir más allá de los caminos que ya tenía aprendidos que solo quería reafirmar. El domingo pasado, los hijos de Zebedeo que, aunque tienen los pies en el mismo camino de Jesús, tienen el corazón lejos de su forma de sentir. Y hoy las muchedumbres que rodean a Jesús y apenas dejan que vea a aquellos que ha venido a escuchar.  

Parece que nadie ve al verdadero Jesús, que nadie comprende. Todos le miran admirados, pero solo ven el reflejo de lo que quieren ver. Todos salvo uno, Bartimeo, que reconoce su ceguera y pide al Señor que le cure. Quizá debiéramos escuchar hoy aquella sentencia de Cristo: “Si estuvierais ciegos, no tendríais pecado; pero como decís que veis, vuestro pecado permanece”.

Solo cuando entramos en la mirada de Jesús sobre Dios, sobre los demás y sobre las cosas; solo cuando nos decidimos a seguirlo por el camino dejándonos llevar por su misma forma de andar; solo entonces alcanzamos a comprender qué es la salvación, y que esta se esconde justo detrás de nuestros miedos y mentiras. Mientras tanto simplemente seguimos andando a lo nuestro, incluso cuando estamos cerca de Jesús. 

Por eso es necesario que un día tras otro le pidamos al Señor que nos haga ver las cosas como él las ve, sentir el mundo como él lo siente, tocar la realidad como él la toca.

Hoy, como oración podemos repetir lo que escribió el poeta: “Tú que diste vista al ciego / y a Nicodemo también, / filtra en mis secas pupilas / dos gotas frescas de fe”.


Pintura de ARCABAS, Curación de un ciego. 

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