DOMINGO XXXI DEL TIEMPO ORDINARIO. CICLO B (Dt 6, 2-6; Sal 125, 2-3a.3-4.47.51ab; Heb 7, 23-28; Mc 12, 28b-34)

Parecería que al sintetizar Jesús los mandamientos en un solo mandamiento, y ser este el del amor a Dios y al prójimo, ya estaría el camino libre del peso de la ley, pero no es así. Desgraciadamente en esta perspectiva seguimos viendo a Jesús como un legislador y su palabra nos somete a un juicio que, si somos honrados, también nos condena, Pues ¿quién cumple este mandamiento?, ¿es acaso más fácil de cumplir que los otros?

Podemos escuchar estas palabras de Jesús como un mandamiento o podemos contemplarlas como un testimonio. Yo me inclino por esto último. Un testimonio de sí mismo en el que se refleja su libertad frente a todo lo que nos somete bajo la amenaza del miedo. Si no me amas (si no amas mis ideas, si no te comportas cómo yo dicto…) no tienes lugar en mí mundo, en el mundo. Pero el amor de Jesús por Dios, su amor absoluto por él, la entrega entera de su vida a él, le libra de los miedos, pues como dice el salmo en Él encuentra una roca segura para vivir. Pero, además, un testimonio de sí mismo que refleja hasta qué punto el arraigo en este amor a Dios le hace cercano a los demás, en especial a aquellos a los que nadie quiere estar cercano.

El escriba afirma que Jesús resume bien los mandamientos y esto, le responde Jesús, le hace estar cerca del Reino. Pero el reto está en comprender que Jesús es este mandamiento encarnado y que junto a él estamos ya en el Reino. Y disfrutando de este amor inmerecido dejar que se vaya implantando en nuestro corazón y no solo en las obras de una ley, aunque sea la del amor. 

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